miércoles, septiembre 27, 2006

Autoconciencia. Rehabilitación IV. Desarrollo de juego

Foto1. *Antropóloga junto a gorila.
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Por la misma razón que hemos publicado un artículo sobre filosofía y autoconciencia, nos parece oportuno publicar otro que trata de responder a la pregunta de cuándo se originan los procesos de simulación, en la especie humana y en el desarrollo de cada individuo humano particular. Como el estudio el comportamiento animal, en general, y el de los primates, en particular, tanto en condiciones de libertad, como de laboratorio, son tan importantes para el estudio del comportamiento y de la neurología humana, no podía faltar este material, en una aproximación al estudio de la autoconciencia humana.
La autora para tratar de determinar cuándo aparecen, durante el desarrollo filogenético y ontogenético, los procesos de simulación, descritos como capacidad de un sujeto de percibirse incluído en la conciencia radicalmente ajena de otro sujeto , depura la oposición entre procesos de expectación/ procesos de simulación, analizando los dos términos de la oposición y su diferencia.
No estamos de acuerdo con muchas de las sugerencias o afirmaciones que la autora va proponiendo, pero lo importante, es la gran variedad de datos que desde distintas disciplinas científicas, aparecen en el artículo; el tratamiento de esos datos por la autora ofrece precisamente la oportunidad de analizarlos de otro modo. Subyace a lo largo del artículo una restricción arbitraria, la limitación a considerar los fenómenos presentados, exclusivamente, o desde una óptica mentalista, predominante en el artículo, o desde un punto de vista conductista, subdominante. Así los datos materiales pronto escapan a servir de sostén a conclusiones idealistas, mentalistas y acientíficas.
No obstante nos resultan de mucho interés los datos presentados, para ser tenidos en cuenta en el desarrollo del juego. Con todo la autora goza del mayor de nuestros respetos pues ya ven en qué ocupó su año sabático 2005-2006. Estudiar y estudiar. Así que nuestras felicitaciones a la autora. (No es la de la foto).
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Atribuir percepciones visuales al ojo que me mira.
Antecedentes, demandas y primeras consecuencias de una conquista evolutiva.
Teresa Bejarano Fernández
¿Qué suponen en la evolución las 'neuronas de espejo' de los macacos así como la capacidad –que parece hoy bastante verosímil conceder a los chimpancés– de atribuir percepciones visuales a un congénere?{1}
Ciertamente, yo estoy de acuerdo en que esas capacidades suponen una gran novedad evolutiva. Sólo ahí entre todos los animales habría empezado a establecerse una correspondencia entre el cuerpo visto de un congénere y un determinado estado interno. Sin embargo, estas dos capacidades, frente a lo que a menudo se viene afirmando, no requerirían simulación, sino que les bastaría la expectación cinestésica o visual. Si, como defenderé, la expectación es el mecanismo general de la conducta animal, entonces se nos alza como pregunta clave la de cuándo se habrían originado los procesos de simulación.
Mi respuesta es que las expectaciones dejan de servir cuando a la interioridad, cinestésica o visual, del congénere se le atribuye una relación con uno mismo. Si yo le atribuyo a alguien una percepción visual que me incluye a mí mismo como estímulo distal, si yo he hecho, repito, esa clase de atribuciones, entonces habré tenido que sustituir el viejo procedimiento de la expectación por el de la simulación. Esa interioridad del cuerpo visto sería entonces, por fin y por primera vez, una interioridad radicalmente ajena, una que sólo podría concebirse como un segundo centro en la propia mente. Ese segundo centro sería el lugar de la verdadera simulación. Así pues, esta capacidad derivaría de la atribución de percepciones visuales que iniciaron los chimpancés, pero presentaría una diferencia respecto a ésta. Esa diferencia parece añadir sólo un pequeño matiz, pero realmente constituye un cambio de enormes demandas y también de enormes consecuencias. La interioridad ajena sería captada como radicalmente ajena: El observador podría pensar esa interioridad como un centro en cuya periferia estaría él, el observador.
En el primer apartado, trataré de las llamadas 'neuronas de espejo' de los monos inferiores. El segundo está dedicado a la muy probable capacidad de los chimpancés de atribuir percepciones visuales al congénere. En el tercero, distingo tres modos de procesamiento del ojo ajeno –uno, filogenéticamente antiquísimo, otro, que habría surgido con los monos superiores, y, por último, el que sería exclusivamente humano. El siguiente apartado estudia los gestos de apuntar con la mirada o con el dedo, así como la ventaja adaptativa del 'blanco de ojo' de tipo humano. En el quinto, analizo las tareas radicalmente colaborativas, y, a la luz de éstas, los juegos infantiles de coordinación motora a cuatro manos, o, también, el placer de los niños cuando descubren que están siendo imitados o, a la inversa, cuando ellos son por fin descubiertos como imitadores por el modelo. En el sexto y último, propongo explicar también la paridad saussureana –o, dicho de otro modo, la identidad de significado entre hablante y oyente– mediante esa capacidad, la de captar una interioridad que se dirige a uno, que a lo largo de todo el trabajo se propone.
Si esta propuesta llegara en el futuro a confirmarse, respaldaría aun más la ya ampliamente compartida idea de que el núcleo básico y originario de las características diferenciales humanas radica en la captación de la interioridad ajena. Por supuesto, el lenguaje y la transmisión cultural toda, así como la inteligencia creativa, son rasgos esenciales de los seres humanos. Pero quizá todos estos rasgos (incluida la captación de estados mentales ajenos que se alejen del tipo meramente sensoriomotor) serían el despliegue de aquel cambio evolutivo –el que, como aquí intento mostrar, habría modificado la anterior relación con los estados cinestésicos y visuales ajenos.
1Las 'neuronas de espejo' y los monos inferiores
1.1. Las neuronas de espejo y los movimientos autoperceptibles
Rizzolatti y varios otros investigadores de la Universidad de Parma descubrieron a mediados de los 90 en el córtex del macaco unas neuronas que se activaban tanto cuando el animal agarraba algún objeto con su mano como igualmente cuando veía una mano ajena agarrando algún objeto. Las llamaron 'neuronas de espejo'. Conviene puntualizar que estos monos inferiores no son capaces de autorreconocerse en el espejo. El nombre hay que entenderlo metafóricamente.
Las neuronas de espejo no tardaron en acaparar la atención de filósofos y psicólogos. Al principio, hubo varios autores que las ponían en relación con la imitación. Aunque seguramente es verdad –yo estoy convencida de ello– que las neuronas de espejo constituyen un hito en la evolución que llevará a las capacidades imitativas humanas, eso no autoriza en modo alguno a atribuirles retroactiva o teleológicamente esa función a las neuronas de espejo de los macacos. La función de estas neuronas ha de ser adaptativa para los macacos mismos. Por eso, las opiniones que las relacionaban con la imitación han ido apagándose.
Hoy está más en auge relacionar esas neuronas, o bien con aquella subcorriente dentro de la 'teoría de la mente' que se viene denominando simulacionismo, o bien con la interpretación de la conducta ajena, o asimismo con la empatía. Yo mantengo distancia respecto a estas opiniones también. ¿Cuál va a ser entonces mi propuesta? Empezaré por decir que, en mi opinión, las neuronas de espejo han supuesto un espaldarazo rotundo e inesperado a una parcela de la obra de Piaget.
Los 'movimientos autoperceptibles' son el punto de partida para la captación de la homología entre cuerpo propio y cuerpo ajeno: eso había dicho Piaget por los años 50, al tratar de los primeros estadios del desarrollo de la imitación motora. Y había concretado que esos movimientos son ante todo los de la mano, que pueden ser visibles para quien los hace y no sólo para un espectador ajeno. Ahora se ha descubierto que una misma configuración neuronal es activada tanto cuando se ve una prensión realizada por una mano ajena como cuando es la mano propia, aun cuando no esté siendo visible, la que realiza los mismos movimientos.
Por supuesto, esto no se debe entender en el sentido de que yo estuviera identificando las neuronas de espejo de los macacos con el tercer estadio de la imitación en el niño según Piaget. Ya líneas arriba he aludido a cómo deben considerarse diferentes lo uno de lo otro. En el niño el tercer estadio tiene la función de preparar el completo desarrollo de la capacidad de imitación motora. En cambio, esa función no puede ser atribuida a ningún mecanismo de los macacos. Lo único que estoy afirmando es que la visibilidad de los movimientos de la propia mano tiene una importancia crucial, que Piaget supo ver y que habría sido corroborada por el descubrimiento de las neuronas de espejo en los primates{2}.
1.2. ¿Es para detectar el significado conductual de los movimientos ajenos para lo que sirven las neuronas de espejo?
Frente a una opinión cada vez más extendida, yo sugiero que las neuronas de espejo se relacionarían con la comprensión de los movimientos o estados posturales mismos, no con el significado conductual que esos movimientos o estados posturales pudieran tener. En mi opinión, la sensibilidad a la conducta ajena puede darse perfectamente sin necesidad de esa detección de estados cinestésicos o posturales que es llevada a cabo por las neuronas de espejo. Si un mono observa que un congénere ha agarrado una fruta, el mono observador queda informado de que esa fruta está ya menos disponible que antes. Esa información puede, desde luego, serle útil. Pero la captación de esa información no necesita para nada –éste es mi punto– una detección de los estados cinestésicos o posturales de la mano que agarró la fruta.
Además, si la comprensión de la conducta ajena fuese la función servida por las neuronas de espejo, entonces quedaría sin explicar un dato que desde el principio del descubrimiento de las neuronas de espejo quedó firmemente establecido. Me refiero a que las neuronas de espejo no se activan nunca a la vista de una mano que no esté agarrando algún objeto. Por mucho que esa mano haga movimientos, las neuronas de espejo del observador no se encenderán. Este bien establecido dato resultaría, repito, inexplicable si fuéramos a admitir que la información relacionable con las neuronas de espejo consiste en el significado de la conducta ajena. Una mano que avanza para pegar –o para mendigar, o para acicalar– a quien la observa estaría sin duda realizando una conducta relevante para el observador. Pero, por mucho que aquí la captación del significado conductual de esos movimientos manuales sea extremadamente interesante para el observador, no sucede en este caso que las neuronas de espejo del observador se activen.
Hemos, pues, seguido dos caminos para suscitar la duda acerca de que la función de las neuronas de espejo sea la de interpretar la conducta ajena. Por un lado, se ha visto que el encendido de las neuronas de espejo no se produce ante algunos tipos de conductas ajenas muy relevantes para el observador. Por otro lado, hemos argüido que, cuando el encendido de las neuronas de espejo acompaña realmente a alguna conducta ajena, no puede decirse que tal encendido sea útil para interpretarla. A partir de esos puntos, tenemos cierto apoyo para rechazar que ésa sea la función de las neuronas de espejo. Además, al rechazar esto, conseguimos que las neuronas de espejo no tengan que disputar el terreno a aquellos mecanismos de interpretación de la conducta de los congéneres de los que indudablemente han de disponer muchísimas especies animales (Jacob & Jeannerod, 2005). Pensemos en cómo un pez reacciona a la mancha roja abdominal que un congénere le muestra. En este caso está muy claro que el individuo no tiene la menor idea de la identidad entre su propio abdomen con mancha roja y el ajeno. Si aquí hay un procedimiento bien efectivo para la interpretación de la conducta ajena, ¿por qué esta interpretación iba a tener que envolver mecanismos 'de espejo' en otros casos?
Tampoco tendrían que ver las neuronas de espejo con el contagio de los estados afectivos. Creo que se equivocan aquellos autores que, buscando subrayar la importancia evolutiva de esas neuronas, las ponen en relación con el contagio emocional de miedo o de asco, así como con la amígdala cerebral. Esos autores les estarían haciendo un flaco servicio al descubrimiento objeto de su entusiasmo. El contagio afectivo se da en muchísimos puntos de la evolución animal por debajo de los primates. Esto es aplicable también a la interpretación de la conducta ajena observada, de la que hemos tratado en el párrafo anterior. Frente al bajo rango evolutivo de esos dos rasgos –el contagio y la interpretación–, vemos, en cambio, que las neuronas de espejo están vinculadas a la mano autovisible, y, por tanto, a un rasgo exclusivo de los primates.
Pero hasta ahora no hemos hecho ninguna sugerencia acerca de la utilidad adaptativa de las neuronas de espejo. Sólo hemos combatido las dos propuestas principales que (dejando al lado la inadmisible invocación teleológica a la imitación) se encuentran en la bibliografía sobre el asunto –el contagio afectivo y la interpretación conductual–. Hemos dicho que las neuronas de espejo detectarían los estados cinestésicos y posturales que corresponden a la mano vista. Pero ¿para qué puede servir esa detección? ¿Qué ventaja adaptativa podría reportar?
1.3. La función adaptativa de las neuronas de espejo
La ventaja adaptativa que yo voy a sugerir tiene que ver con la capacidad de diferenciar entre las dos percepciones visuales semejantes que son causadas por la mano propia y por la mano ajena. En la locomoción arbórea de los monos inferiores, era muy útil ver cuál rama estaba siendo agarrada por la propia mano. Sólo tal percepción visual permitiría comprobar la solidez de esa rama, así como elegir a cuál rama cercana desplazarse a continuación. Pero, si bien la percepción visual de la propia mano era extremadamente ventajosa, también podía entrañar un grave peligro. Si la percepción visual de una mano ajena es tomada erróneamente como la percepción visual de la mano propia, entonces el uso de esa información puede resultar catastrófico. Si la rama realmente agarrada por él mismo no es suficientemente sólida, y sin embargo, fiado de una percepción visual el animal confía en aquel agarre, o igualmente, si, fiado de la percepción visual, decide desplazarse hacia un lado donde realmente no hay ningún asidero, la caída desde las ramas será el resultado verosímil. Así pues, en algún momento de la evolución de los monos inferiores se daría una fuerte presión selectiva a favor de algún mecanismo que permitiera distinguir entre mano propia vista y mano ajena vista. Ésta sería la función desempeñada por las neuronas de espejo.
Con esta sugerencia se recoge perfectamente el dato de que las neuronas de espejo no se encienden si la mano no está agarrando algún objeto. Su función originaria es la de distinguir la mano propia en el momento en que está agarrando una rama. En las ocasiones en que la mano no agarra nada, la diferenciación entre mano propia y mano ajena no es útil.
Sería, por supuesto, magnífico encontrar algún experimento que pudiera someter a examen esa sugerida función adaptativa de las neuronas de espejo. Uno piensa de inmediato en qué pasaría si se lesionan las neuronas de espejo de un macaco. ¿Mostraría acaso el lesionado mono fallos en su locomoción arbórea cuando se le hiciera observar manos ajenas agarrando ramas cerca de él? Desgraciadamente, esas esperanzas, que en algún momento albergué, de conseguir así un buen test para mi sugerencia son vanas{3}. La lesión de las neuronas de espejo no sólo dañaría la capacidad de diferenciar la mano ajena de la propia, sino también los movimientos de agarre del mono mismo. Las neuronas de espejo, como se sabe desde que fueron descubiertas, se activan tanto cuando el sujeto ve como cuando hace. Una lesión no puede dañar una función y respetar la otra. O, dicho en otras palabras, no por lesionar las neuronas de espejo de un mono se conseguiría un primate como los que habría antes del surgimiento de las neuronas de espejo.
Pero quizá cabría inventar otro test para nuestro lesionado mono. Tendría que ser uno que no envuelva movimientos manuales propios del sujeto. A un mono, que habría de estar hambriento, se le colocan sus propias manos bajo una barrera de modo que no pueda verlas. Vería en cambio ante él una mano ajena agarrando comida. ¿Qué es lo que habría que comprobar si se da o no se da en ese mono lesionado? Un mono con las neuronas de espejo intactas se aprestaría en esa situación a la lucha. Esa disponibilidad para la lucha no sólo le hará al mono intacto intentar librar sus propias manos para disputar a la mano ajena el agarre de comida. Además de esos efectos motores, esa disponibilidad para la lucha tendrá sin duda también otros correlatos que podrían resultar observables mediante alguna técnica. Esos correlatos no motores son, claro está, los que habría que buscar en el mono lesionado. Si realmente, este mono fuese, como he sugerido, incapaz de diferenciar entre la mano ajena cercana y la mano propia, entonces habrían de faltar en él aquellos correlatos no motores de la disponibilidad para la lucha. Ciertamente, el lapso de tiempo durante el cual podría mantenerse el error del mono lesionado, sería brevísimo. Eso haría muy difícil las mediciones relevantes. Sin embargo, independientemente de las dificultades técnicas para medir los correlatos no motores, hay que pensar que el organismo animal tendrá recursos casi instantáneos para responder en una situación parecida.
Pero, para poder desarrollar esta sugerencia acerca de la función adaptativa de las neuronas de espejo, he de complementarla con otra. La activación de las neuronas de espejo ante los movimientos de una mano vista vienen, desde su descubrimiento mismo, siendo interpretadas como una simulación, o imitación off-line, de esos movimientos. Frente a eso, yo propongo que su activación supone la de una expectación de un determinado estado interno de tipo postural.
1.4. Expectación de estados internos posturales, no simulación motora
La expectación que se activaría ante una mano vista correspondería justo al particular estado postural que el individuo ya sabe que se asocia a la particular configuración visual que esa mano ofrece. Si esa expectación de estado postural resulta estar satisfecha en el individuo que ve esa mano, entonces esa mano será propia suya. En caso contrario, la percepción visual correspondería a una mano ajena, y consecuentemente sería desatendida de inmediato. Esta es mi propuesta. Naturalmente ésta es la única propuesta que encaja con la función adaptativa que arriba hemos sugerido para las neuronas de espejo. Pero, claro está, eso no supone en sí mismo ningún tanto a favor de la expectación o en contra de la simulación. Esa función adaptativa y la expectación son las dos caras de la misma propuesta. Así pues, ahora hay que empezar a defender la idea de expectación.
La expectación de efectos es un concepto clave para la conducta animal. No sólo antes de efectuar cualquier conducta, sino también antes de elegir los movimientos y los medios adecuados, el cerebro ha delineado cuáles son los efectos que está buscando. Esa expectación de los efectos es el motor y la guía de la conducta. La expectación que se prolonga hasta su satisfacción: eso constituiría el esquema al que obedece la conducta animal. La expectación que quiere ser satisfecha marca el inicio de cualquier conducta, y la satisfacción de tal expectación marca su final. «Test-Operate-Test-Exit» fue un lema de la primera revolución cognitiva. No gusta lo que hay; se actúa; gusta lo conseguido; fin. Esa secuencia de pasos es indiscutible. Pero, naturalmente, hay que colocar delante, como primer paso, el perfil del estado que se busca. Sin conocimiento de lo que se quiere conseguir, no podría haber conducta alguna{4}. La expectación en vacío, el perfil que quiere ser rellenado, es un elemento absolutamente necesario tanto para abrir como para cerrar –o, mejor dicho, para cerrar satisfactoriamente– cualquier conducta.
Fijémonos ahora en el eslabón o bucle mínimo que un movimiento simple supone dentro del bucle que cualquier conducta supone. Aquí también el punto de partida sería una expectación que delinea los efectos buscados. Esa expectación, que, como todas, sólo se desactivaría al ser satisfecha, sería la de los resultados en ubicación y postura. De acuerdo a qué resultados de ese tipo se quiera obtener, es como se escogerán las órdenes motoras. Después de todo, el movimiento por sí mismo no es lo útil, sino los resultados del movimiento.
Esta expectación de resultados se daría para cualquier movimiento. Veamos ahora qué tiene que ver tal expectación con las neuronas de espejo. Antes de un movimiento de la mano, como antes de cualquier otro movimiento, habría una expectación (o perfil vacío delimitador) de resultados. Lo que es exclusivo de los movimientos de la mano es que la información acerca de su debido cumplimiento no sólo vendrá por la vía cinestésica o de sensaciones internas (o sea, por el satisfactorio rellenado del perfil vacío) , sino también por la vía visual.
Seguramente esta asociación entre sensaciones internas acerca de la mano y visión de la mano no es innata, sino que habría sido aprendida por el individuo durante su desarrollo. En ese sentido, convendría hacer el siguiente experimento. Un macaco es imposibilitado de ver sus propias manos desde su nacimiento. Sin modificar esa imposibilidad, se le ofrece la ocasión de ver manos ajenas. ¿Se activarían en ese caso las neuronas de espejo?{5} En el caso del bebé, sabemos los largos ratos que dedica a la observación de sus propias manos. Pero esto no puede bastarnos. El experimento en cuestión debe ser hecho.
De cualquier modo que se haya llegado a la conexión entre las informaciones visual e interna acerca de la propia mano, el hecho es que las neuronas de espejo dependerían de esa conexión. El mecanismo de las neuronas de espejo habría quedado constituido cuando, al recibir la visión de una mano en una determinada postura, se activa la expectación del estado interno asociado a aquella postura de la mano. Analicemos la novedad que estaría envuelta en ese mecanismo.
Para el macaco, la visión de la mano sería un ingrediente de la satisfacción de una expectación de estado interno postural, pero ese ingrediente no actuaría si no es acompañado por la satisfacción del estado postural interno. Ante esta formulación, cabría pensar que la visión de la mano actuaría ahí como las piedras en 'la sopa de piedras'. ¿Por qué se va a considerar importante esa visión si ella necesita ser acompañada de otro elemento que por sí solo ya hace la labor de causar la satisfacción? –se puede objetar. Pero esa objeción olvidaría el punto crucial, y pasaría por alto aquello en que la tarea de las neuronas de espejo estriba.
La visión de la mano, gracias a haberse dado muchas veces en simultaneidad con la satisfacción proporcionada por el estado postural, habría llegado a activar la expectación del estado interno cuya satisfacción acostumbraba originariamente a ser colateral con aquella visión. Si admitimos la muy verosímil propuesta de que es la satisfacción de unas precisas y concretas expectaciones lo que da lugar al sentimiento de la propia agencia, entonces nos resultará que las neuronas de espejo están perfectamente adaptadas para la función adaptativa que he sugerido. La expectación de los concretos resultados posturales detectados por las neuronas de espejo en la mano vista proporciona la piedra de toque acerca de la agencia de los movimientos de esa mano.
Hasta aquí, hemos defendido la expectación. Si queremos ahora pasar a combatir la simulación motora como interpretación de las neuronas de espejo, la tarea se hace mucho más difícil. Pero, como nunca me ha gustado mucho el recurso de discutir quién tiene la carga de la prueba, intentaré al menos decir algo. Una simulación motora viene siendo habitualmente definida como una orden motora que, en vez de desplegarse muscularmente, sería activada sólo off-line, o, dicho de otra forma, sería inhibida en su ejecución. A mí me parece que, cuando se atribuye una simulación motora al cerebro del macaco, no se estaría quizá calibrando bien la dificultad y complejidad de esa simulación o realización off-line. Pensemos ante todo que el organismo del simulador ha de seguir estando advertido de sus propios estados cinestésicos y posturales. Así, una verdadera simulación motora tendrá que mantener para cada parte del cuerpo una doble información –por un lado, la del estado real vigente de esa parte del cuerpo en el simulador, y, por otro lado, la del estado ajeno o simulado–. Mi sugerencia es que esa dualidad, al ser enormemente exigente, se conseguirá, sí, en el cerebro humano, pero no en cerebros más simples que el humano.{6}
El concepto de preaferencia, que es usado por los estudiosos del cerebro (ver, p. e., Freeman, 2000), se ha invocado a veces dentro del simulacionismo. Creo que conviene explicitar dos contrarias opiniones acerca de lo que sería una preaferencia. Frecuentemente se la viene concibiendo como posterior a una orden motora ejecutada off-line. Éste es naturalmente el sentido de preaferencia que prefieren quienes invocan este concepto para interpretar en clave de simulación las neuronas de espejo. Primero, se escogería una orden motora, a la vez activándola e inhibiéndola, y después, en segundo lugar, obtendríamos la simulación de los efectos, o dicho de otro modo, la preaferencia. Esto funcionaría realmente así en los 'forward models' diseñados por los expertos del control motor en robótica (Grush, 2004). Pero ello no nos autoriza a afirmar que los cerebros animales tengan que seguir justo ese mismo camino. Algunos biólogos ya se han manifestado contrarios (Latash & Feldman, 2004; Webb, 2004). Los procedimientos seguidos por la robótica no nos obligan a atribuir esa activación interiorizada a cualquier cerebro animal que se disponga a escoger una orden motora. Frente a ese sentido más bien computacionalista de preaferencia, yo prefiero el sentido más biológico, el que hace de preaferencia un sinónimo de expectación. La expectación sería anterior a la elección de la orden motora, sería justamente su causa –la causa tanto de que haya una orden motora como de que tal orden sea justamente la que es–.
Dentro del simulacionismo, Gallese 2000 –éste es el autor que, dentro del grupo de Parma, más se ha preocupado por glosar la significación antropológica de las neuronas de espejo–, y, sobre todo, Hurley, 2005, han propuesto un nuevo modelo de simulación que, contemplando desde las neuronas de espejo o el contagio emocional hasta la teoría de la mente de tipo humano, intenta englobar y, a la vez, diferenciar todos esos niveles. Esa propuesta es, desde luego, francamente atractiva por su ambiciosa síntesis. Sin embargo, su interpretación de las neuronas de espejo me parece tan problemática como las otras antes mencionadas. Hurley afirma que mientras dura la 'resonancia' del observador con el observado, o sea, mientras se da la actividad de las neuronas de espejo, la experiencia sería sentida como de un nosotros, donde aún no se diferenciaría entre contenidos propios y contenidos ajenos. Pero sucede –replico yo– que la supuesta orden motora se despliega o no se despliega dependiendo de cuál sea la mano con la que se relaciona. Así pues, la diferenciación entre el contenido propio y el contenido ajeno habría tenido que darse antes de la activación de las neuronas de espejo. Por supuesto, dado que Hurley distingue entre el nivel 'subpersonal' (o sea, inconsciente) y el nivel 'personal' (o, dicho con otros términos, consciente), su propuesta puede salvarse. Una diferenciación 'subpersonal' llevaría a la inhibición de la orden motora relacionada con la mano ajena. Esto sería compatible con un inicial nivel 'personal' de 'primera persona del plural'. Sólo más tarde, cuando también en el nivel 'personal' se produjera aquella diferenciación entre contenidos propios y contenidos ajenos, aparecería por fin una conciencia del yo y del tú. Así se podría, repito, mantener la propuesta de Hurley. El costo está muy claro: el modelo de Hurley tiene que sufrir una drástica pérdida de simplicidad, parsimonia y elegancia. Ciertamente, no hay que absolutizar estos valores, pues nada nos asegura que se den realmente en la realidad. Sin embargo, también está claro que aquella pérdida no es ninguna recomendación del modelo de Hurley.{7}, {8}.
En definitiva, mi propuesta de que las neuronas de espejo activarían una expectación de estados posturales internos, y no una simulación motora, contaría con tres principales argumentos. 1) El mecanismo invocado, la expectación, es un mecanismo general de la conducta animal. 2) Las neuronas de espejo combinarían ese viejo mecanismo con una novedad evolutiva, y esta novedad se relacionaría con la mano autovisible que surge justo en los mismos animales en donde (según los datos que hay hasta ahora, al menos) puede decirse que surgen las neuronas de espejo. 3) La función que entonces puede atribuirse a las neuronas de espejo no sólo resulta adaptativamente muy ventajosa, sino que también explica un dato bien establecido –a saber, la necesidad, para que se activen las neuronas de espejo, de que haya objeto agarrado en la mano vista–, de un modo más convincente que las explicaciones alternativas.
1.5. Novedosas pero también primitivas
Las neuronas de espejo suponen una captación de la interioridad ajena. Por mucho que yo haya criticado las interpretaciones que se vienen dando de las neuronas de espejo, comparto plenamente la idea de muchos de esos estudiosos de que con ellas habríamos descubierto un hito importantísimo en la evolución. El macaco experimenta una expectación de estados internos que corresponde a una acción ajena. En cierto modo, con el macaco observador que detecta cuál es esa expectación, habríamos topado con el inicio de esa capacidad absolutamente central, a mi entender, para los humanos que es la captación de la interioridad ajena. Pero, aunque todo eso sea verdad, hemos de prestar atención a la otra cara de la moneda. La captación de la interioridad ajena que llevan a cabo las neuronas de espejo de los monos inferiores es muy primitiva.
Yo enumeraría tres rasgos que dan fe de ese primitivismo. En primer lugar, las neuronas de espejo sólo conciernen a la mano. En segundo lugar, la interioridad ajena, al menos según mi propuesta, no interesa todavía en sí misma, sino sólo en orden a confirmar, o en su caso, rechazar, que la mano vista es la propia. Por último, no habría –de nuevo esto sólo según mi propuesta– simulación o imitación latente alguna envuelta, sino sólo expectación de estados internos posturales.
De esos tres rasgos, el tercero sólo desaparecería, a mi entender, con los seres humanos. Mi sugerencia acerca de la simulación será la de considerarla una segunda línea de advertencia que sólo en los humanos se añade a la primera línea (o sea, a la advertencia de los estados propios, reales y vigentes). Pero ese asunto no puede todavía tratarse en este capítulo. Ahora nos va a interesar sobre todo cómo los dos primeros rasgos suponen un contraste entre las neuronas de espejo de los monos inferiores y una particular capacidad del chimpancé.
2Los chimpancés y el campo visual ajeno
2.1. Desde las neuronas de espejo a la capacidad de calcular el campo visual ajeno
Se sabe que cuando un chimpancé ve a un congénere o a un humano mirando hacia un sitio, él normalmente hará los movimientos oportunos para llegar a mirar él mismo a ese sitio. Los movimientos que hará el chimpancé no imitan en absoluto los movimientos o posturas que él haya observado en el congénere. En vez de eso, el chimpancé escogerá realizar aquellos movimientos que, dadas sus propias ubicación, postura y orientación, resulten ser adecuados para que él obtenga el mismo campo visual que el congénere. ¿Qué relación puede guardar esto con el avance evolutivo que las neuronas de espejo de los monos inferiores supusieron?
O, formulando la pregunta de otro modo: ¿Cómo se llegaría desde la homologación entre mano propia y mano ajena hasta la capacidad de calcular el campo visual ajeno? La mano propia, gracias a su doble acceso sensorial, hace una función de puente entre el cuerpo sólo visto, o sea, el cuerpo ajeno, y el cuerpo sólo sentido, o sea, el propio. Pero está claro que, más allá de la mano, se pierde el doble acceso, y la tarea de la homologación se hará más compleja.
Seguramente la homologación de las bocas sería la inmediata tras la de las manos. La boca –o el pico– del congénere se alzaba como objeto de atención especial desde mucho antes en la evolución. El hecho de que un congénere esté comiendo es un hecho interesante en cuanto puede informar de la presencia de comida. Pero en los no primates la boca ajena, aunque objeto de atención, no se pone en relación con la boca propia{9}. Pero, cuando se descubre que la mano ajena, ya homologada con la propia, lleva un alimento a la boca ajena, la homologación entre la boca ajena y la propia no se retrasará –o, más exactamente, no se retrasará si es que esa homologación puede traer alguna ventaja adaptativa–. La boca parece importante en ese sentido porque señala la dirección hacia delante en el eje delante / detrás que es constitutivo del esquema corporal. Pero, haya sido o no ése el camino hacia la homologación entre cuerpo propio y cuerpo ajeno, el resultado importante es la captación del eje delante / detrás en el cuerpo ajeno. Como el sujeto ve siempre lo que tiene delante, aquel resultado equivale a la adaptativamente ventajosa capacidad de los chimpancés para detectar el campo visual ajeno.
Seguramente esta capacidad no necesitaría una comprensión cinestésica muy acabada y exacta del cuerpo ajeno, sino más bien una exactitud sólo vectorial, por decirlo así. Esta comprensión vectorial, y no detalladamente motora, es la que operaría en los experimentos tipo Heider and Simmel, 1943. Cuando percibimos ataques, huídas o ayudas entre figuras geométricas, está claro que no podemos estar comprendiendo en el nivel de nuestro sistema motor y muscular tales conductas (Jacob & Jeannerod, 2004). Sin embargo, la fluidez de nuestra comprensión de esas conductas no sorprenderá en absoluto si se admite que la comprensión vectorial fue seleccionada por sí misma ya desde el comienzo de la captación de la homología entre cuerpo propio y cuerpo ajeno.
Pero no sólo ha sucedido que de la homologación de las manos se ha pasado a la de los cuerpos enteros. El otro cambio –o, dicho de otra forma, la ausencia de otro de los rasgos de las neuronas de espejo– es quizá más importante. En los monos inferiores, según mi sugerencia, la atención a la interioridad ajena buscaba sólo descartar la percepción visual que de una mano que no fuera la propia pudiera llegarles. La mano ajena no les interesaba sino para llegar a centrarse en la percepción de la mano propia. Esa función tenía sentido con respecto a la mano porque la mano propia y la mano ajena pueden confundirse. En cambio, ahora, cuando son los cuerpos enteros los que se homologan, tal función no tendría sentido. El cuerpo propio, sentido pero no visto, y el cuerpo ajeno, visto pero no sentido, no pueden nunca confundirse. Así pues, la capacidad del chimpancé ha de interesarse por los estados ajenos en sí mismos, y no como sucedía en el macaco, sólo para descartarlos. Al chimpancé le interesa el campo visual del congénere, y, como medio de conseguir esto, le interesan también sus estados posturales.
2.2. Los 'efectos secundarios' de la captación de la homología entre cuerpo propio y cuerpo ajeno
La utilidad adaptativa de la detección del campo visual ajeno sería, pues, lo que empujó la evolución desde la mano autovisible y las neuronas de espejo de los monos inferiores hasta la homología entre cuerpo propio y cuerpo ajeno de la que son capaces los chimpancés. En esta sugerencia hallan explicación dos curiosas, o mejor sería decir chocantes, capacidades del chimpancé, a saber, la de imitar movimientos simples incluso del tipo no autovisible, y la de reconocerse a sí mismo en la imagen del espejo. ¿Por qué estas capacidades serían chocantes y necesitadas de explicación? Porque es inverosímil que puedan proporcionar ventaja adaptativa alguna.
La imitación de movimientos simples puede darse en los chimpancés. Con una cierta gama de movimientos se entrena a un chimpancé para que repita justo el movimiento del experimentador. Cuando el animal ha captado en qué consiste la tarea, se le ofrece como modelo un movimiento no entrenado. El chimpancé, en estas condiciones, se muestra capaz de imitar movimientos simples, incluso si no son visibles en el propio cuerpo (Custance, Whiten & ...?). Estos experimentos no dejan lugar a dudas de que los chimpancés poseen –en un cierto grado, al menos– esa capacidad imitativa. Sin embargo, ellos no usan esa capacidad para ninguna tarea, y ello no puede extrañarnos. La capacidad de imitar movimientos simples es inútil, pues cada uno de esos movimientos, el sujeto los posee de antemano y sabe perfectamente cuándo usarlos (La imitación de movimientos complejos nuevos para el sujeto, o, dicho de otros modos, el aprendizaje motor, es otra cosa muy diferente, claro está –utilísima, pero probablemente inaccesible a los chimpancés). La conclusión que se impone es, pues, la de que nos hallaríamos aquí ante un efecto secundario de alguna otra capacidad que, ella ya sí, reporte ventajas adaptativas. Esa capacidad adaptativamente ventajosa es, ya lo hemos dicho, la de calibrar el campo visual ajeno.
Algo parecido hay que decir respecto al autorreconocimiento en el espejo. En la vida salvaje sólo las charcas y las sombras se aproximarían a lo que son los espejos. ¿Habría alguna utilidad adaptativa para la dificilísima hazaña de reconocerse a uno mismo en un espejo tan deficiente como el agua de una charca? Podríamos pensar en la utilidad de detectar si sobrevuelan pájaros de presa mientras se está inclinado sobre la charca para beber. Pero esa presunta detección de pájaros de presa no requeriría en absoluto el autorreconocimiento de la propia imagen. Hay mucha diferencia entre comprender que un espejo refleja el entorno y llegar a reconocerse a uno mismo en el espejo. ¿Qué hay de las sombras? Conseguir que una forma oscura aparecida junto a uno mismo en un momento dado no le provoque a uno innecesariamente alarma: eso podría ciertamente ser útil. Pero, por ello mismo, es muy verosímil que esa diferenciación entre sombras alarmantes y no alarmantes haya sido alcanzada por la evolución bastante antes de los primates sin relación alguna con la capacidad de autorreconocimiento visual. Recordemos cómo es de general entre los animales la diferenciación entre aquellos movimientos de la imagen retiniana que obedecen al propio movimiento de la cabeza del animal, y aquellos otros, en cambio, que reflejan movimientos de los objetos externos. Descartar como alarmante la propia sombra podría conseguirse con un mecanismo parecido. Así, en la capacidad del chimpancé para autorreconocerse en el espejo (del chimpancé y seguramente también de otros monos superiores, pero no del resto de los animales), tendríamos otro 'efecto secundario' de aquella capacidad –la captación de la homología entre cuerpo propio y cuerpo ajeno– cuya ventaja adaptativa es la de sostener la detección del campo visual ajeno.
2.3. ¿Mero aprovechamiento de hallazgos visuales ajenos?
Pero es hora ya de preguntarnos la cuestión verdaderamente interesante, la que es objeto de debate –de un debate precisamente que se ha puesto al rojo vivo en los últimos cuatro o cinco años. ¿En qué sentido le sirve al chimpancé esa detección del campo visual ajeno? ¿Le sirve sólo para usufructuar los hallazgos visuales ajenos? O, por el contrario, le sirve también para atribuir percepciones visuales al congénere y predecir así la conducta de éste? Con este interrogante estaríamos donde se puede hilar más fino, donde la diferencia entre chimpancés y humanos podría ser más sutil, y por tanto, más significativa e interesante. Nótese que la capacidad que en la segunda alternativa del dilema se les concede a los chimpancés, a saber, la capacidad de atribuir percepciones visuales al congénere, queda muy cerca de lo que es la 'teoría (o captación) de la mente (ajena)'. De aceptarse tal alternativa –defendida por Tomasello, Call & Hare, 2003– la tarea que entonces se presenta es absolutamente fascinante: La diferencia entre atribución de percepciones visuales y captación de estados mentales ajenos estaría apuntando a un momento crucial de la evolución.
Aunque sea empezar la casa por la azotea, ya antes de presentar los datos que se esgrimen en el debate, adelantaré que yo prefiero la postura más generosa respecto a las capacidades de los chimpancés. A lo peor, quizá me esté empujando de algún modo la fascinación a la que he aludido. Como hay que tener siempre en cuenta las posibles debilidades subjetivas, conviene no olvidar esa posibilidad. Pero claramente hay razones por las que esa postura es verosímil. Dada la intensa vida social de los clanes de los chimpancés, podemos suponer que, si las demandas cerebrales de esta predicción no resultaran excesivas para los monos superiores, la detección del campo visual ajeno habría dado paso a la segunda opción. Aún más, si el aprovechamiento de los hallazgos visuales ajenos no fuera acompañado por la atribución de esa percepción visual al congénere, cabría pensar que esto podía reportar a menudo desventajas. Supongamos que un individuo aprovecha el hallazgo visual de un congénere dominante. Ese hallazgo visual es de comida. Si no hubiera habido atribución de percepción visual al congénere dominante, entonces nuestro individuo se lanzaría a disfrutar de su recién hallada comida, y el resultado final sería el castigo que el dominante le infligiría. Por supuesto, para evitar esto, se podría añadir que el aprovechamiento de hallazgos visuales se constriñe a los hallazgos de peligros. Pero de momento no parece haber datos para añadir tal constricción.
Pero pasemos ya por fin a los experimentos de Tomasello, Call & Hare que sirven de apoyo a la idea de que los chimpancés atribuyen percepciones visuales al congénere. Lo primero que estos autores comprobaron es que, cuando un humano miraba lo que había detrás de una barrera, los chimpancés se movían hasta que llegaban a tener un ángulo de visión adecuado sobre el campo visual del humano. Incluso fue observado que los chimpancés miraban atrás al experimentador si ellos, después de llegar al campo visual en cuestión, no descubrían allí nada. Pero eso no mostraba aún que los chimpancés estuvieran atribuyendo percepciones visuales. Así, Tomasello, Call & Hare diseñaron otro experimento que es el verdaderamente interesante, y que aprovecha la competición entre un chimpancé dominante y uno subordinado. El truco era que a veces el subordinado podía ver un trozo de comida que el dominante, por causa de una barrera, no podía ver. El resultado fue que el subordinado tomaba la comida cuando el dominante no la había visto, y se abstenía en cambio, de cogerla cuando el dominante la había visto. En un nuevo conjunto de experimentos se llegó a poner a prueba una capacidad incluso más sofisticada. Se trataba de que el subordinado era retenido mientras que presenciaba al dominante que miraba o no miraba la comida. Cuando un instante después se dejaba libre al subordinado, la comida ya había sido quitada de la vista de ambos chimpancés por una barrera. Sin embargo, la conducta del subordinado seguía adaptándose flexiblemente a si en el ensayo en cuestión el dominante había o no visto la comida.
Como ya he dicho, esos experimentos a mí me resultan convincentes, o, diciéndolo con más exactitud, me parece que su conclusión encaja bien –hace sentido– con otros datos. Pero hay, desde luego, una gran controversia en torno a ellos. Es sobre todo Povinelli, 2004, quien se resiste a aceptarlos, o, dicho de otro modo, quien defiende la que venimos llamando primera opción. Este autor viene desde hace años oponiéndose a lo que él llama el 'argumento por analogía'. Aunque superficialmente dos conductas, una humana y otra animal, sean análogas, ello no autoriza –clama Povinelli– a interpretarlas como expresión de un mismo proceso. En teoría, esta afirmación, claro está, no la discute nadie. La cuestión es dónde hay que rechazar la analogía de los procesos subyacentes, y, en particular, si la detección del campo visual del congénere por los chimpancés ha de ser interpretada 'de un modo conductista' o, por el contrario, 'de un modo mentalista'{10}. Según Povinelli, varios fallos de los chimpancés apuntan a que la regla seguida por estos animales vendría a ser una de tipo conductista: La dirección del tronco o de la cabeza de un congénere puede indicar dónde hay objetos interesantes. Según este autor, no se daría, pues, en los chimpancés atribución alguna de percepciones visuales.
¿Cuáles son aquellos fallos que Povinelli ha observado? Los chimpancés, a la hora de su supuesta atribución de percepciones visuales a un congénere no distinguen si éste tiene o no tiene los ojos tapados. Dado que de antemano se les había hecho experimentar en ellos mismos el efecto de la tela opaca sobre los ojos o del cesto encajado en la cabeza, Povinelli concluye que aquella insensibilidad del chimpancé aboga por una interpretación no mentalista de su conducta de mirar hacia donde el congénere mira. ¿Es acertada esta conclusión? ¿Tiene este argumento fuerza suficiente para oponerse a los resultados experimentales de Tomasello, Call & Hare?
Povinelli está de acuerdo en que el chimpancé consigue aprovechar los hallazgos visuales vinculables con la ubicación, orientación y postura de la cabeza del congénere. La cuestión es, pues, por qué en esa ubicación y postura del congénere no se incluye el detalle de la banda o el cesto sobre los ojos. ¿Es esa no inclusión una prueba de que el chimpancé no atribuye percepciones visuales al congénere? Los ojos tapados serían, ciertamente, absolutamente determinantes para cualquier observador si se tratara de sentir los ojos ajenos clavados sobre uno. Esto sería así incluso para animales no primates. Sin embargo, con vistas a la capacidad que surge con los monos superiores, las cosas quizá serían diferentes. La inclusión de aquel detalle de la banda sobre los ojos podría quizá ser una complejidad innecesaria desde el punto de vista de las ventajas adaptativas. Los casos en que un congénere en la vida salvaje pudiera estar incapacitado para ver serían demasiado excepcionales para haber influido en la conformación evolutiva de la capacidad de atribuir percepciones visuales. Recordemos que, según las sugerencias anteriores, esa capacidad sería una extensión –y a la vez un cambio de función– de la capacidad de los monos inferiores de detectar las expectaciones cinestésicas correspondientes a la mano ajena vista. Esa extensión habría llegado hasta la homologación del esquema corporal propio y ajeno, porque así era necesario –y, en condiciones normales, también suficiente–, para que la nueva función pudiese ser satisfecha. ¿Para qué iba a llegar entonces aquella extensión más allá, es decir, hasta el punto de incluir detalles tan extraños como bandas sobre los ojos u ojos cerrados en un cuerpo bien enhiesto?
Así pues, a mi entender, los resultados de Povinelli no desautorizan la interpretación 'mentalista'. La insensibilidad ante el detalle de la banda en los ojos sería perfectamente compatible con una atribución de percepciones visuales al congénere. El chimpancé observador atribuiría realmente al congénere la percepción de un campo visual, y basándose en ello es como él lograría la anticipación, mostrada en los experimentos de Tomasello, Call & Hare, de las reacciones del congénere. Como se ve, una vez que admitimos esto, el chimpancé queda muy cerca de lo que es la captación de tipo humano de la interioridad ajena. Pero ¿cómo de cerca?
2.4. ¿Qué supone la atribución de percepciones visuales al congénere?
¿Cómo hay que evaluar esa atribución de percepciones visuales al congénere? O, para usar la terminología de la Teoría de la Mente, ¿equivale esa atribución a una captación de un estado mental ajeno? El ser humano tiene estados mentales de segundo orden en los que capta percepciones, creencias o deseos que son diferentes a los que están vigentes en ese momento en él mismo. En los últimos años de esa joven disciplina que estudia la 'teoría (que el sujeto tiene) de la mente (propia o ajena)', esos estados metamentales, o metarrepresentaciones, vienen siendo considerados exclusivamente humanos. Ahora tenemos que preguntarnos sobre eso. ¿Podemos seguir sosteniendo esa exclusividad humana? ¿O, por el contrario, aquella capacidad de atribución que se ha observado en los chimpancés refutaría esa supuesta exclusividad?
Por lo pronto, considérese que no se trata exactamente de un estado mental ajeno. El campo visual está ahí, y es compartido por el ojo propio y por el ojo ajeno{11}. Alguien puede no haberlo percibido. En ese sentido, el campo visual no será común para todos. Pero, una vez que se atribuye un campo visual a unos ojos ajenos, tal campo visual (o colección de objetos vistos) es considerado común. Así pues, según eso, la percepción visual atribuida sería necesariamente común a atribuidor y a congénere, o sea, no sería en absoluto una percepción sólo ajena, sino ajena y propia a la vez.
En cambio, el concepto de creencia (o sea, la captación de una creencia en cuanto tal creencia) surge precisamente cuando aquella visión común de la realidad se rompe, y hay que separar la realidad, por un lado, y la incorrecta o insuficiente creencia que acerca de esa realidad alguna persona ha mostrado tener. Por eso, sólo con los verbos de creencias, y no con los verbos de percepción, puede darse el caso de que un objeto directo falso deje intacta la verdad de la oración principal. Compárense 'Los antiguos creían que la tierra era plana' –o 'Algunos naturalistas antiguos creían en los unicornios'– (verdaderas a pesar de la falsedad de su complemento) y 'Mi hermano ha visto un unicornio' (falsa a causa de la falsedad de su complemento). Este contraste de la percepción con la creencia ha sido empleado por muchos autores como argumento a favor de la diferencia entre percepción visual ajena y estado mental ajeno. Ciertamente, a mí no me parece en absoluto un mal argumento. Yo lo respaldo sin vacilaciones. Sin embargo, creo que la captación de creencias falsas ajenas, al quedar demasiado lejos de las capacidades del chimpancé{12}, no resulta el término ideal de comparación.
Por eso, voy a sugerir otra razón en contra de que las percepciones visuales que el chimpancé es capaz de atribuir a un congénere puedan ser consideradas estados mentales de segundo orden. Esa otra razón se relaciona con el grado en que la percepción visual atribuida sería realmente ajena para el atribuidor. Vamos a hacer dos sugerencias. Primero, que una percepción visual es concebida por un sujeto como realmente ajena sólo cuando es atribuida a unos ojos que están mirando a ese sujeto. Segundo, que ese tan particular tipo de atribución visual sería imposible para los chimpancés. Pero todo esto nos lanza ya al asunto del próximo apartado.
3Los tres modos de procesamiento del ojo ajeno
3.1. La bibliografía sobre este asunto
Dentro de los estudios de la teoría de la mente, el asunto del procesamiento del ojo ajeno tardó en ser tratado. Ya sabemos que la captación de creencias y deseos acaparaba al principio casi todo el interés. Las percepciones visuales le parecieron al cognitivismo durante mucho tiempo demasiado alejadas de la mente. Eso sólo cambiaría cuando en la agenda de la 'teoría de la mente' se introdujeron el gesto de apuntar, éste sobre todo con Butterworth, así como los conceptos de intersubjetividad secundaria o comunicación triádica.
El procesamiento del ojo ajeno fue sistematizado primeramente por Baron-Cohen. Este autor partía de un interés por el autismo, en el que veía una especie de negativo de la 'teoría de la mente'. Los síntomas que permiten un diagnóstico precoz del autismo no tienen que ver con los típicos 'estados mentales de segundo orden', o sea, con la captación de creencias ajenas, sino con destrezas muy anteriores en el desarrollo del niño, como la comunicación mediante la mirada o mediante el gesto de apuntar. Esto llevó a Baron-Cohen (ver 1999, p. e.) a proponer varios módulos cuya escalonada maduración iría dando lugar a sucesivas formas de procesar el ojo ajeno: Detección de intencionalidad –I(ntentionality) D(etector)–; Detección de dirección de ojo –E(ye) D(irection) D(etector)–, y Mecanismo de atención compartida –S(hared) A(ttention) M(echanism)–. En el presente capítulo, yo me voy a inspirar en los módulos de Baron-Cohen, claro está, pero también me apartaré de ellos en varios aspectos (Adelantando la conclusión de este capítulo, señalaré la modificación más importante que yo propondré. La Detección de Dirección de Ojo ajeno englobaría tres capacidades de muy diferente rango evolutivo).
En una fecha bastante más tardía, destacan Kobayashi & Koshima, 2001. Esos dos primatólogos estudiaron la presencia o ausencia del llamado blanco del ojo en las distintas especies de primates. Ciertamente, su afirmación final –sólo los humanos lo poseen– no hace sino transcribir un dato que había estado siempre a la vista de todo el mundo. Sin embargo, esa afirmación fue enormemente importante, pues significó el ingreso del blanco del ojo dentro de la lista oficial, digámoslo así, de capacidades exclusivamente humanas. En relación con esto, me referiré abajo más pormenorizadamente a Csibra, 2004.
3.2. Los tres modos de procesamiento
Elaborando sobre la bibliografía disponible, vamos ahora a diferenciar tres modos diferentes de procesamiento del ojo ajeno. El primero habría comenzado pronto en la evolución, mucho antes de que los primates aparecieran. Un animal detecta un ojo clavado sobre él, y responde con un incremento de alerta. Por eso algunas mariposas tienen en sus alas manchas con forma de ojo. Una mancha incluso sólo remotamente parecida a un ojo asusta a los posibles depredadores, y por eso la semejanza con el ojo fue seleccionada progresivamente. La clave de este primer modo de procesamiento se revela muy bien en esta génesis de las manchas de algunas mariposas. El ojo ajeno visto es sólo un estímulo relevante. No hay atribución alguna de campo visual ni de trastienda mental alguna.
El segundo modo surgiría en los monos superiores. Viene a coincidir con las capacidades que los recientes experimentos de Tomasello, Call & Hare mostraron en los chimpancés. Recordemos las conclusiones de esos experimentos. Los chimpancés atribuyen a un congénere una percepción visual. Es más, le atribuyen también, en el momento m, el conocimiento que la percepción de un campo visual le habría proporcionado en el momento inmediatamente anterior a m.
Por último, habría –sugiero– un tercer modo. Éste sería exclusivamente humano, y, para caracterizarlo, habremos de atender a algunas diferencias conductuales y anatómicas entre los chimpancés y los humanos. ¿En qué consiste ese tercer modo?
Empecemos por puntualizar que el orden de aparición de los tres modos en la trayectoria evolutiva no debe ser interpretado en el sentido de que un modo venga a sustituir al anterior. Lejos de eso, los sucesivos modos se irían acumulando. De ahí nos resulta que, aunque el chimpancé es capaz de atribuir percepciones visuales a los congéneres, sigue contando con el procesamiento filogenéticamente antiguo del ojo ajeno. El chimpancé (como también nosotros, los humanos, y también como muchísimos animales fuera de los primates) puede detectar de un modo muy rápido unos ojos clavados sobre él, y responder automáticamente con un incremento de alerta. ¿Por qué insistimos sobre esta acumulación de los dos primeros modos en el chimpancé? Pues porque a partir de ahí podemos plantear la cuestión decisiva, a saber, si el chimpancé sería o no capaz de llegar a aplicar su reciente conquista evolutiva, o sea, la atribución de percepciones visuales, a la situación adecuada para el procedimiento filogenéticamente antiguo.
3.3. Intentando caracterizar el techo del chimpancé
3.3.1. ¿Por qué sería demandante el tercer modo de procesamiento del ojo ajeno?
El interrogante clave es, pues, el siguiente. ¿Pueden seguir los chimpancés atribuyéndole una percepción visual al congénere cuando éste los está mirando a ellos mismos? ¿O, por el contrario, en este particular caso están confinados los chimpancés dentro del procedimiento filogenéticamente antiguo, que los alertará, sí, de los ojos ajenos clavados sobre ellos, pero que no envuelve ninguna atribución perceptiva a esos ojos? Probablemente esto último es lo que sucede. Voy a argüir a favor de describir así a los chimpancés, y de caracterizar correlativamente el modo tercero, o modo exclusivamente humano, de procesamiento del ojo ajeno como la superación de aquel confinamiento.
Antes que nada, veamos por qué tendría que ser tan difícil esa transferencia de la nueva capacidad al campo antiguo{13}. ¿Por qué tendría, repito, el chimpancé que ser incapaz de aplicar la atribución de percepción visual a los ojos que lo están mirando a él? Lo primero que hay que responder es que tal atribución es muy diferente a cualquier otra, pues la percepción que ahí se atribuye nunca, en ningún caso, podría ser propia del atribuidor. Verse realmente a uno mismo como un estímulo distal es una percepción radicalmente e intrínsecamente ajena. Analicemos despacio este punto.
Los chimpancés detectan, hemos dicho, el eje delante / detrás del cuerpo ajeno, y así, calculan la dirección en la que el congénere estaba mirando. Después, ellos (haciendo los movimientos que en cada caso sean oportunos y que en absoluto implican imitar los movimientos o posturas del congénere) se procuran a sí mismos justo el campo visual al que el congénere miraba. Es decir, los chimpancés obtienen ellos mismos de la realidad los contenidos de las percepciones visuales que están atribuyendo al congénere. Ciertamente, eso no impide que la atribución sea correcta: es justo la misma colección de objetos vistos la que ellos y el congénere están mirando. Sin embargo, como argumenté en el apartado anterior, el contenido de la percepción atribuida al congénere es primariamente propio del atribuidor. Podrá ser también el contenido de la percepción ajena, pero de ningún modo será un contenido perceptivo exclusivamente ajeno. Esto, justamente esto, es lo que cambia cuando yo le atribuyo al otro un campo visual en que yo estoy incluido. Ese contenido nunca lo podré yo obtener con mis propios ojos.
3.3.2. ¿Equivale el autorreconocimiento en el espejo a la captación de un campo visual radicalmente ajeno?
Abramos un paréntesis para plantearnos la cuestión de si bastaría el autorreconocimiento en el espejo para proporcionar ese campo visual que de ninguna manera puede ser propio. Hemos dicho que el campo visual radicalmente ajeno me incluye a mí mismo como estímulo distal. Pero ¿acaso no puedo yo percibir en un espejo tal campo visual? Naturalmente, el espejo es un artefacto cultural (sólo hay muy pobres aproximaciones en la naturaleza), y eso descarta que haya podido jugar un papel en la evolución. Pero dejemos al lado eso y atendamos a la pregunta. ¿Basta el autorreconocimiento en el espejo para obtener un campo visual que en principio habría sido radicalmente ajeno? Ciertamente, la imagen del espejo en la que yo me reconozco a mí mismo será similar –salvo en el eje derecha / izquierda{14}– al campo visual de quien me esté mirando a mí. Sin embargo, una vez que se ha conseguido el autorreconocimiento en la imagen del espejo (y este autorreconocimiento, hay que suponerlo para plantear siquiera nuestra pregunta), esta imagen tendrá una peculiaridad. Cada sujeto la percibirá de un modo tan poco distal respecto a él mismo como percibirá su propia (su confirmadamente propia) mano. En cambio, dentro del campo visual ajeno que me incluye a mí, mi imagen será percibida como radicalmente distal. Esto marca una profunda diferencia entre las dos percepciones, la mía y la ajena, por mucho que compartan el mismo contenido visual. Así, yo me inclino por concluir que el autorreconocimiento en los espejos, precisamente por ser realmente autorreconocimiento, no proporcionaría realmente el campo visual radicalmente ajeno que hemos vinculado al 'tercer modo de procesamiento del ojo ajeno'.
Hay otro modo distinto de llegar a esa misma conclusión respecto al autorreconocimiento en el espejo. Varios autores –principalmente, Mitchell, R. W., en prensa (éste es el autor de referencia sin duda en lo que toca al auto-reconocimiento en el espejo) y Bräten, 1998– han subrayado el contraste, antes aludido, entre la propia imagen en el espejo y un cuerpo ajeno enfrentado. En el cuerpo ajeno (pero no en la imagen del espejo), la mano que yo veo enfrentada a mi derecha es la mano izquierda. Yo nunca había considerado importante ese contraste. Pero ahora, después de ver cuánta atención le presta Mitchell, he empezado a pensar que esos hechos acerca del eje lateral encajan muy bien con mi sugerencia acerca de la capacidad básica humana. El momento en que un sujeto puede comprender la ruptura de su eje corporal derecha / izquierda en el cuerpo ajeno sería un buen indicio de que la simulación ha reemplazado a la expectación. Veámoslo. ¿Cuándo tengo necesidad de hacer hueco al cambio del eje derecha / izquierda? Pues justo en el momento en que atiendo a la interioridad de un cuerpo ajeno como viniendo a mí. Pero eso es lo mismo que decir que justo en el momento en que he de emplear necesariamente el recurso de la verdadera simulación. Las expectaciones (que, hemos dicho, no pueden de ninguna manera hacerse de una interioridad que yo advierta en ese momento que está comunicándose conmigo o dirigiéndose a mí), no habrían de tener en cuenta esa ruptura del eje. Sospecho que esto puede tener que ver bastante con el hecho de que la especialización hemisférica del cerebro animal sufra una reformulación en el cerebro de tipo humano. Con la simulación, el hecho de pensar en un movimiento hacia la derecha tendría que poder desengancharse del espacio a mi derecha. Y desde ese momento se harían necesarias dos implementaciones diferentes para el eje lateral, una espacial y conductual, y otra para la simulación motora. Pero nada de esto, repito, sería necesario en el autorreconocimiento en el espejo. Este autorreconocimiento, precisamente para ser tal, no puede considerar la interioridad cinestésica de la imagen como comunicándose con el sujeto. Asimismo, el autorreconocimiento en el espejo no exige la inversión del eje derecha / izquierda del propio cuerpo. Así, obtendríamos, dentro de la presente sugerencia, un resultado bastante confortable: La simulación, de la cual serían incapaces los chimpancés, no sería necesaria para el autorreconocimiento en el espejo, del cual, en cambio, son capaces los chimpancés.
3.4. Las demandas cognitivas del tercer modo de procesamiento del ojo ajeno
¿Cómo puede uno llegar a un campo visual ajeno que lo incluya a uno mismo como estímulo distal? Está claro que a ese campo no se puede llegar de un modo inmediatamente perceptivo. El único modo de concebir ese contenido perceptivo radicalmente ajeno es concebir una interioridad realmente ajena{15}.
De ahí se concluye que ese contenido será tan demandante cognitivamente como pueda serlo una metacreencia o creencia falsa ajena. Es obvio que las creencias falsas tengo forzosamente que desengancharlas de mí y colocarlas aparte, pues mi visión del mundo no puede incluirlas. Esas creencias han de colgarse de una interioridad diferente a la mía. Pero esa concepción de una interioridad ajena, repito, no tendría que esperar a las captaciones de creencias falsas. Basta con menos para hacerla surgir. Basta con que se atribuya al congénere alguna percepción visual que incluya al atribuidor. Esa tan particular atribución de percepción visual es el término de comparación realmente idóneo que anhelábamos en el capítulo anterior. El tipo de atribuciones que se dan en el chimpancé puede ser diferenciada de un estado realmente metamental sin que para ello tengamos que salir fuera del campo de la atribución de percepciones visuales.
Una vez que hemos propuesto que el 'tercer modo de procesamiento del ojo ajeno' requiere la captación de una interioridad radicalmente ajena, o, dicho de otro modo, la instauración dentro de mi mente de un centro ajeno que se dirige a mí, convendría que nos preguntemos. ¿Qué hay del término piagetiano de descentramiento? Ciertamente, los chimpancés son capaces de un tipo de descentramiento, ya que son capaces de calcular cuál es el campo visual accesible desde la ubicación, postura y orientación de un congénere, y también de atribuir a ese congénere la percepción visual adecuada. Sin embargo, si la tarea exige no sólo calcular qué percepción visual se obtiene desde ese centro, sino también colocarse uno mismo como periferia de ese centro ajeno, entonces el chimpancé fracasará. Cuando Piaget, en su Respuesta a Vigotski, compara el descentramiento (en esa ocasión concreta, el descentramiento que suponía el habla 'según el otro') al heliocentrismo que logró imponerse sobre el geocentrismo, estaría apuntando al segundo tipo de descentramiento que acabamos de señalar (el ego concebido como girando alrededor de un centro ajeno). En cambio, cuando se refiere a los tests del estilo de las tres montañas, entonces habría que interpretar que el descentramiento ahí examinado no pasaría de aquel descentramiento del que son capaces los chimpancés (Desde hace mucho tiempo, se sabe que la complejidad de esos tests procedería de las computaciones espaciales o geométricas envueltas, y también de la ausencia de verdaderos cuerpos ajenos vistos que encarnen las perspectivas en cuestión). Esos tipos de descentramiento estarían, pues, confundidos bajo el mismo rótulo en Piaget.
3.5. El uso comunicativo de la dirección de la mirada
Acabamos de sugerir que la atribución de percepciones visuales a unos ojos que me están mirando a mí sería sólo humana. ¿Qué datos podemos traer a favor de eso? Empecemos por encontrar la ventaja adaptativa de ese 'tercer modo de procesamiento del ojo ajeno', o, dicho de otra forma, empecemos por atender a la utilización comunicativa de la dirección de la mirada.
El niño desde un poco antes de su primer cumpleaños ya sabe que, cuando alguien alterna la mirada entre un objeto y un destinatario, está pidiendo al destinatario que mire a tal objeto. Ese recurso comunicativo, que acompaña siempre al gesto de apuntar, puede también darse sin él. ¿Qué es lo que está envuelto en la comprensión de ese uso comunicativo de la dirección de la mirada?
Por supuesto, la capacidad propia de los chimpancés está ahí claramente envuelta. Hay que atribuir al congénere la percepción del objeto, y seguirle atribuyendo en el momento inmediatamente posterior el conocimiento obtenido en esa percepción. De todo eso son capaces los chimpancés, según Tomasello, Call & Hare. Pero ahora esa capacidad quedaría incluida en otra completamente novedosa. Esa atribución ha de seguir manteniéndose cuando los ojos ajenos pasen a fijarse en uno mismo. Si no se sigue entonces atribuyendo aquella percepción y aquel conocimiento, no se podrá comprender que el otro está señalándome a mí el objeto. Así, dos cosas –advertir el ojo clavado sobre uno, y atribuir percepciones visuales al congénere–, que son cada una de ellas accesible a los chimpancés, tendrán que hacerse ambas a la vez para comprender el uso comunicativo de la dirección de la mirada. Esa simultaneidad de ambas cosas es lo que saldría fuera de las posibilidades de los primates no humanos. Así explicaré también la conducta de los gorilas de Gómez. Pero de eso nos ocuparemos abajo, cuando analicemos los gestos de apuntar con el dedo. Ahora he de traer un segundo dato a favor de que aquel particular tipo de atribución de percepciones visuales sería exclusivamente humana. Pero antes incluso de traer ese dato, doy paso a una digresión.
3.6. Una digresión, especulativa y, casi de seguro, ociosa, sobre eslabones extinguidos
Hemos visto que los chimpancés, o los grandes monos en general, alcanzaban la capacidad de detectar el campo visual del congénere y, muy probablemente también, de atribuirle a éste la correspondiente percepción.. Ésa sería la ventaja adaptativa de su capacidad de homologar el cuerpo propio y el cuerpo ajeno. Ahora podemos preguntarnos si hubo algún estado intermedio entre esa calibración de las percepciones visuales ajenas y la capacidad que estamos sugiriendo que sería la base de la constitución exclusivamente humana y que venimos llamando con los nombres de 'tercer modo de procesamiento del ojo ajeno', o 'verdadera simulación', o 'concepción de una interioridad radicalmente ajena'. ¿Habría correspondido realmente ese estado que, para nuestros propósitos, podemos llamar intermedio, a alguna especie de primate ya extinta? Y, si realmente se dio, ¿en qué consistiría?
Los niños, antes de comprender el gesto de apuntar con el dedo (y también antes de comprender como comunicativo el cambio de dirección de la mirada), utilizan su detección del campo visual ajeno para obtener algo más que la mera información de que hay allí algo interesante. Además del referente de la mirada ajena, de la mirada de la madre, p. e., intentan también descubrir cuáles son las reacciones emocionales de la madre. El referente que el niño pasa a mirar vendría, pues, preevaluado. Este proceso, que se viene llamando social referencing consistiría, digámoslo así, en un contagio emocional con discriminación de referente. ¿Fue acaso algo parecido a esto aquel avance filogenético que estamos buscando?
Con vistas a que encaje con algunos otros datos –a saber, con los datos subrayados por Crow que enseguida veremos–, se puede elaborar un poco más esa sugerencia. Para pasar a ello, pensemos en la sensibilidad receptiva que se da en la madre lactante a las expresiones emocionales de la cría. Esa sensibilidad receptiva de la madre lactante es general en todos los mamíferos, y muy anterior, pues, a esa conquista de los grandes monos que supone la atribución de percepciones visuales a un congénere. Pero en alguna especie posterior al chimpancé, las dos capacidades –la sensibilidad receptiva de la madre lactante, y la capacidad de atribuir percepciones visuales– pudieron quizá combinarse. Ahí, a la inversa de lo que pasa en el social referencing del niño, sería la madre la que atendería tanto a las expresiones emocionales de la cría como al referente al que tales expresiones se dirigían.
¿Qué utilidad adaptativa pudo tener esa novedosa combinación y síntesis de dos capacidades previas? El bipedalismo, repitamos lo consabido, provocó un estrechamiento del canal del parto, y, como consecuencia, un recién nacido mucho más indefenso que el de los grandes monos. La necesidad de que la madre agarrara ella a esa cría –necesidad derivada en último término, pues, del bipedalismo– vino a encajar con una posibilidad surgida también del bipedalismo. La cría de los homínidos es así llevada en brazos por la madre. Pero, cuando la madre tenga que emplear sus manos, tendrá que soltar a la cría. La indefensión de la cría en esos momentos pudo muy bien ser la situación en la cual aquella síntesis de capacidades suponía una ventaja. ¿Hacia dónde mira la cría, y qué será el objeto que la trae asustada, o, por el contrario, deseosa de cogerlo?: eso es lo que convenía que la madre advirtiera.
Pero este avance, esta novedosa síntesis de dos capacidades previas, podía resultar ventajosa más allá de las relaciones entre madre e hijo. Con ella, cualquier individuo, aparte de poder colaborar en la vigilancia de las crías –aparte y mucho más importante– obtendría mayor provecho de los campos visuales ajenos. Por eso, si una mutación hubiese extendido tal capacidad a los machos así como también a las hembras fuera del período de crianza, está claro que esa mutación habría sido privilegiada por la selección natural.
Desde hace varios años se sabe que un cierto gen que está presente en el cromosoma sexual X de todos los mamíferos aparece en los seres humanos, reproducido en el cromosoma sexual Y. El humano varón se encuentra así con una duplicación de ese gen. (En la mujer, se sabe hoy que algunos de los genes de sus dos cromosomas X se desactivan en uno de los cromosomas, mientras que otros genes, en cambio, no se desactivan en ninguno de los dos y tienen así una duplicación efectiva. ¿Qué sucede en la mujer con ese gen?, ¿será éste acaso de los que se activan por duplicado?: eso hay que averiguarlo). Aquella duplicación habría tenido lugar hace 4 millones de años. Además, en el ser humano aparece el gen en una nueva ubicación dentro del cromosoma X. Para este otro cambio, nadie de momento es capaz de dar fecha alguna. Lo que sí se ha descubierto es que el gen en cuestión está implicado en la producción de unas proteínas necesarias para el sistema nervioso. El autor que viene insistiendo en la importancia de esta duplicación de gen es Crow (2002).
Esta síntesis entre la detección de percepciones ajenas y la receptividad emotiva de la madre lactante es la elaboración que, a partir de Crow, he hecho de mi sugerencia acerca de un estadio evolutivo intermedio. Pero no se trata sólo de los datos de Crow. La idea de fondo –la idea de que la relación maternofilial pudo ser importante en aquellas especies en que el bipedalismo acompañaba a un cerebro todavía pequeño– es ampliamente compartida. Una propuesta reciente es la de Falk, 2004, quien se centra en la comunicación vocal que, a modo de nana, emplearía la madre para calmar a la cría dejada en el suelo. De ahí derivaría –nos dice– una especie de motherese que habría sido crucial para el ulterior surgimiento del lenguaje. A mí me parece casi innegable que esa comunicación vocal se daría, y también que así se ampliarían de algún modo las destrezas vocales. Pero a la hora de buscar el origen de las características mentales exclusivamente humanas, yo prefiero tomar como punto de partida la gran conquista de los chimpancés, o sea, su capacidad de atribuir percepciones visuales a los congéneres.
En resumen, he presentado en dos versiones diferentes una misma sugerencia, a saber, la de que una combinación entre detección de emociones y atribución de percepciones visuales supone un estadio intermedio correspondiente a algunas especies ya extintas. La primera versión, más general, no aspira a presentar apoyos. La segunda, que intenta conectar con las ideas de Crow, es más ambiciosa, pero también por ello mismo, claro está, más vulnerable. Pero, para concluir la digresión que este apartado ha supuesto, quiero volver a subrayar el punto que de verdad me interesa. Incluso si esa combinación se hubiera dado realmente, eso seguiría estando lejos de la capacidad humana básica que en este trabajo estamos intentando definir.
3.7. El blanco del ojo
Para pasar a ver otro indicio a favor (a favor –recuerdo– de que aquel tan particular tipo de atribución de percepciones visuales sería exclusivamente humano), empecemos por resumir la sugerencia aquí presentada. Por un lado, hay que recibir el impacto del ojo clavado y de las señales comunicativas. Por otro lado, a ese ojo tengo que atribuirle percepciones visuales. Lo difícil, repito, no sería la atribución en sí, sino la atribución mientras el ojo me está mirando, o, dicho más en general, lo difícil sería la atribución de estados mentales al congénere mientras éste se está dirigiendo a mí. Supongamos que esa hipótesis acerca de la diferencia más básica entre humanos y chimpancés sea verdadera. Supongamos que en relación con la atribución de percepciones visuales, la gran hazaña de la especie humana consiste en el mencionado traspaso de la atribución –su traspaso desde el momento en que el otro mira un objeto al momento en que el otro me mira a mí. Si admitimos esos supuestos, entonces podremos –por fin llego al anunciado argumento– explicar algunos hechos. Empecemos por preguntarnos cómo se podría facilitar ese traspaso.
En los chimpancés, la detección del campo visual ajeno recurría al esquema corporal del congénere. La dirección del tronco y de la cabeza eran las claves (Recordemos las observaciones que dieron lugar a los presuntos argumentos de Povinelli). Pero, con vistas a que ese momento de la detección del campo visual ajeno pueda enlazar fluidamente con el momento en que los ojos ajenos estarán clavados sobre mí, o sea, con vistas a facilitar la hazaña evolutiva, convendrá que la detección del campo visual ajeno se haga atendiendo a la dirección de los ojos mismos. Así el ojo del primero de los momentos enlazará más fácilmente con el ojo del otro momento. El ojo será el mismo a lo largo de esos momentos, salvo en la única diferencia que importa, o sea, salvo en la dirección de la mirada. En definitiva, de nuestra propuesta se deduce que el tercer modo de procesamiento sería favorecido si la dirección de la mirada se hacía cada vez más llamativamente perceptible.
Esto encaja con el hecho de que los seres humanos y sólo ellos (al menos, entre las especies hoy vivas) posean el 'blanco del ojo'. La función adaptativa de este rasgo aparece muy clara en el marco de nuestra caracterización del tercer modo de procesamiento del ojo ajeno. Para decirlo con la (engañosa y excesivamente arrogante) terminología habitual, la presente propuesta 'predice' la selección de ese rasgo.
El ojo humano es excepcional entre los primates porque presenta un muy visible blanco del ojo (mencionemos de nuevo a Kobayashi & Koshima, 2001). Por supuesto, los ojos de los primates pueden ser altamente expresivos (Holloway, 2003). Pero la peculiaridad humana que ahora nos interesa tiene que ver con otra cuestión distinta a la expresividad. Sobre un muy visible blanco del ojo, los desplazamientos del iris se hacen llamativamente perceptibles. Esta llamatividad habría sido tanto más necesaria cuanto más retrocedamos hacia el origen del tercer modo de procesamiento (Incidentalmente, de ahí se obtiene, como deducción hipotética, la de que los iris de color muy claro no habrían sido frecuentes en los primeros tiempos de nuestra especie, lo cual, dado el cada vez más aceptado origen africano, resulta bastante verosímil).
Sin más demora, tengo que mencionar ya a Csibra, 2005. Este artículo subraya la importancia que el uso comunicativo de la dirección de la mirada tiene para la constitución propiamente humana. Aunque en ese punto coincide con otros varios estudiosos de la 'atención compartida', tiene, a mi entender, el acierto de insistir muy explícitamente en que ese tipo de comunicación sería la raíz de toda pedagogía. Pero lo que ahora me interesa subrayar es que, además de eso, y (al menos hasta donde llega mi conocimiento) más novedoso, Csibra trata del probable origen evolutivo del blanco del ojo. Yo, desde que leí en Corballis, 2003, la mención del blanco del ojo humano, había visto que ese dato encajaba bien con mis tratamientos de los gestos de apuntar. Pero lo que aquí acabo de exponer ha contado ya, y mucho, con la propuesta de Csibra.
Antes de pasar a otro punto, glosemos un poco más el asunto del blanco del ojo. La utilidad adaptativa de este rasgo vendría del tercer modo de procesamiento del ojo ajeno. Así, es verosímil que el alargamiento horizontal del ojo no sea anterior a tal modo de procesamiento. Por eso, sería sumamente interesante averiguar cuál fue la primera especie en la que surgió el blanco del ojo. ¿Lo poseía el Neanderthal? ¿Acaso los arcos ciliares demasiado protuberantes indican que todavía la dirección del ojo no tenía que resultar llamativa? Ciertamente, esos arcos dejan demasiado hundido y en sombra el ojo. Sin embargo, esto no es en absoluto un indicio decisivo. Quizá los análisis del ADN podrían pronto darnos la solución a esas cuestiones.
Pero a favor de mi caracterización del tercer modo de procesamiento del ojo ajeno se pueden traer otros argumentos aparte del ya mencionado blanco del ojo de los humanos. El mismo requisito que hemos propuesto para el tercer modo de procesamiento del ojo ajeno sería también el requisito necesario para la comprensión humana del gesto de apuntar, así como para la colaboración a cuatro manos. Pero con esto pasamos ya al siguiente capítulo.
4El gesto de apuntar
4.1. Protodeclarativo e imperativo
El gesto de apuntar con el dedo sería una extensión y subrayado del uso comunicativo de la mirada. Esto es un dato empírico. El gesto de apuntar va siempre acompañado en los niños normales por el uso comunicativo de la mirada. Este uso de la mirada puede darse solo, pero en la mayoría de las ocasiones irá acompañado por el gesto de apuntar.
La primera distinción que hay que hacer respecto al gesto de apuntar es entre producirlo y comprenderlo. En el niño la comprensión aparece –hoy esto parece firme– un poco antes. Acerca de esa comprensión se dieron en años recientes interpretaciones conductistas. (Páginas arriba ya se dijo que en los últimos diez años ha habido una reacción antimentalista). Moore, 1995 y 1999, es un buen ejemplo de tales interpretaciones de la comprensión temprana del gesto de apuntar. Según él, los niños de 12 meses, estarían meramente comprendiendo que el apuntar del adulto precede habitualmente a una experiencia interesante. Pero algunas investigaciones ponían en apuros esa interpretación conductista. Se sabía que, cuando es el brazo articulado de una máquina el que señala una dirección, el niño se queda mirando el movimiento del artefacto y no busca escenas interesantes en la dirección señalada (Para un ejemplo reciente y muy elaborado de esa continuada línea experimental, ver Legerstee & Barillas, 2003). Así, Moore se vio obligado a puntualizar que el condicionamiento del niño tendría lugar «en contextos interactivos». Ciertamente, los condicionamientos se restringen a un contexto. Sin embargo, los contextos interactivos pueden presentar tanta variedad que, a mi entender, esa puntualización resulta bastante perjudicial para su propuesta. Así pues, asumo en adelante que al menos desde su primer cumpleaños el niño comprende plenamente el gesto de apuntar. Por supuesto, eso no implica que el niño esté captando los ulteriores motivos, deseos e intenciones que subyacen a la conducta ajena de producción del gesto. Esta comprensión temprana de los niños sólo captaría que el adulto está señalándoles a ellos un objeto. Pero ésta sería justo la esencia de la comprensión del gesto de apuntar.
Dentro del gesto de apuntar se han separado desde hace tiempo dos tipos, el imperativo y el protodeclarativo. Con el segundo tipo el productor intenta llamar la atención del receptor hacia un objeto, pero no para que el receptor le dé el objeto. ¿Para qué entonces? Está claro que el niño productor intenta conseguir que el receptor le hable acerca de las cosas señaladas, o sea, que las designe o que haga comentarios acerca de ellas. El aprendiz lingüístico está sumamente necesitado de tal alimentación lingüística, y para procurársela es para lo que produce el gesto protodeclarativo de apuntar. Unas veces, el niño acompañará el gesto con un término. Ese término, o protodeclarativo verbal, le servirá al niño, además de para comprobar si el significado que él le presume a ese término es el correcto (o, dicho de otra forma, para 'negociar el significado'), también para justo lo mismo que el simultáneo gesto. Ambos protodeclarativos, el verbal y el de apuntar con el dedo, no sólo buscan conseguir estimulación lingüística sino que además crean el contexto ideal para aprovechar convenientemente esa estimulación. El niño recibirá palabras que aún no conoce, pero sabrá que tales palabras tienen que ver con el objeto que él ha señalado. La conclusión de todo esto ha de ser que el gesto protodeclarativo de apuntar que se da en los niños es una comunicación cuya utilidad está ligada al aprendizaje lingüístico. Desde este punto de vista no habría nada interesante en la ausencia de ese tipo de gesto en los primates. En animales que no han de aprender un lenguaje, no podemos esperar que se encuentre un recurso cuya función fuese sólo la de facilitar el aprendizaje lingüístico.
Pero el gesto protodeclarativo podría cumplir también la función comunicativa de intentar que el receptor perciba el objeto. Desde este nuevo punto de vista, la ausencia de ese gesto en los primates no humanos podría empezar a ser más interesante. ¿Qué decimos de este nuevo aspecto del gesto protodeclarativo? Empecemos por una idea en la que Hare ** ha insistido. Las capacidades de los chimpancés se despliegan en un marco de competición, no de colaboración. En un clan de chimpancés, cada individuo se busca su comida. Así, en ellos, una comunicación que busque intencionalmente transmitir informaciones útiles no tendría sentido. Ciertamente, esa llamada de atención de Hare es muy digna de tenerse en cuenta. Hay que tener en cuenta las características de la vida de cada especie. Sin embargo, la importancia del marco competitivo dentro del clan podría quizá ser compatible con alguna colaboración. De Waal nos ha pintado el cuadro de la política de un clan de chimpancés: según este autor, dentro de un clan un bando de aliados se enfrenta a menudo a otro bando. Pero lamentablemente no es posible construir nada sobre esas arenas movedizas. Así que hay que pasar al gesto imperativo de apuntar. Pero no lo lamentemos demasiado. También en este más reducido terreno podremos quizá formular la cuestión interesante y, como dije antes, hilar fino acerca de la atención triádica.
4.2. Encaminándonos hacia la pregunta clave. ¿Por qué el gesto de apuntar imperativo no es espontáneamente comprendido por los monos superiores?
4.2.1. Las respuestas de Gómez y Hare
Gómez se concentra en las conductas de petición o imperativas de los monos superiores y en la ausencia entre esas conductas del gesto de apuntar con el dedo o con la mano. La trayectoria investigadora de este autor arranca del seguimiento de unos gorilas que estaban siendo criados en un ambiente humano. El pequeño gorila, para satisfacer alguno de sus deseos, dependía de los cuidadores. De aquí que, frente al énfasis de Hare en la competición, las observaciones de Gómez (1998) den protagonismo a las peticiones, una conducta que, aunque no sea propiamente de colaboración, está totalmente al margen de un marco competitivo.
Los gorilas pronto aprenden una gama de conductas, refiere Gómez. Toman de la mano al cuidador y lo conducen al sitio donde ellos quieren que haga algo; llevan la mano del cuidador al punto en cuestión, o igualmente lo empujan en una dirección. Pero aún más importante es el dato de que, al empezar alguna de esas conductas, estos animales se aseguran siempre de que el otro los está mirando. No es sólo que el gorila –nos dice Gómez– lleve a la persona de la mano en una particular dirección. Típicamente el gorila antes que nada llamaría la atención del humano al que va a hacer la petición. El modo de llamar la atención consistiría típicamente en tocarle y esperar hasta que la persona mirara al gorila, con lo cual los ojos de la persona y del animal se encontrarían. Sólo entonces el gorila tomaría la mano del humano y llevaría a cabo su acto de petición (normalmente haciendo más 'contacto de ojos' durante la petición misma). Los gorilas estudiados desarrollaron un repertorio de gestos especializados en llamar la atención de las personas antes de dirigirles una petición: tirarles de la ropa, darles una palmadita en la pierna, tocarles la mano, volverles la cabeza. En todos los casos, el gorila haría primero 'contacto de ojos' con el humano, y después le dirigiría su petición. Pero en este abanico de conductas que espontáneamente desarrollan los monos superiores, estaba ausente el gesto de apuntar.
Gómez lo explica diciendo que ese gesto es un recurso específico de la especie humana. Por eso, –continúa Gómez– la función de petición, que es común tanto a los primates humanos como a los no humanos se serviría no obstante de elementos diferentes en nuestra especie y en la de los monos superiores. Ciertamente, esa formulación es irreprochable. Sin embargo, a uno le gustaría seguir preguntando. ¿Por qué es el gesto de apuntar un recurso específico de nuestra especie? Desde luego, es obvio que el particular gesto de apuntar con el dedo o con la mano sólo puede encontrarse en los animales con manos. Pero con esto sólo conseguimos formular mejor el interrogante. ¿Qué es lo que impide que los chimpancés o gorilas lo descubran?
Una respuesta posible invocaría la idea de Hare. Si bien en el contexto de los gorilas de zoológico de Gómez, la petición se hizo una conducta muy frecuente, eso no sucedería en la vida salvaje. Ni siquiera las crías serían demasiado proclives a la conducta de petición. El concepto de heterocronía (en el que precisamente una obra posterior de Gómez –2004– insiste) daría cuenta de esa diferencia entre las crías de los primates no humanos y nuestros niños. Los pequeños chimpancés o gorilas, con un desarrollo locomotor mucho más precoz, son más independientes. Así tanto en crías como en adultos las ocasiones para la comunicación de petición son escasas entre los primates no humanos. Entonces, no hubo oportunidad en la vida de tales especies para que se pudiera descubrir ese económico recurso de petición que supone el gesto de apuntar. Por eso, cuando un individuo se cría en el contexto anormal de un zoo, ese individuo se apañará con unas conductas de petición que, aunque menos óptimas, estén más arraigadas en su repertorio habitual de conductas.
Esta es, repito, una respuesta posible. Pero quizá resulta menos convincente cuando la pasamos desde el asunto de la producción del gesto al asunto de su comprensión. Los chimpancés criados por humanos acaban ciertamente por comprender el gesto de apuntar. Pero esa comprensión necesita un entrenamiento que contrasta fuertemente con la comprensión espontánea a la que llega cualquier niño normal en las cercanías de su primer cumpleaños. ¿Por qué ello es así? ¿Por qué no son sensibles los chimpancés a un gesto que a nosotros se nos antoja tan natural, tan analógico y expresivo? Podemos entender que una cría criada en un zoológico no lo descubra por ella misma. Pero ¿por qué ese chimpancé no lo comprende sobre la marcha cuando se le hace?
4.2.2. Chimpancés salvajes que extienden el brazo en la dirección de un objeto deseado: ¿Por qué esos gestos podrían darse realmente y ser, sin embargo, escasísimos?
Seguramente esa carencia de comprensión explica una controversia que recientemente se ha suscitado. Algunos primatólogos** refieren haber observado en chimpancés salvajes gestos de extender el brazo y adelantar la mano hacia un objeto deseado. Pero otros estudiosos desconfían. Si de verdad esos gestos se dieran alguna vez, ¿por qué se han observado tan pocos?, ¿por qué las mencionadas observaciones resultan tan absolutamente excepcionales? Yo creo que podemos explicar por qué, siendo reales, esas observaciones serían tan rarísimas. Empecemos por recordar la teoría de Vigotski, después elaborada por Bates, acerca de los orígenes del gesto de apuntar.
El niño al principio se esforzaría por alcanzar un objeto, estirando su brazo y su cuerpo todo lo que le es posible, pero no lo logra. El adulto que lo acompaña se da cuenta del deseo del niño, y le da el objeto{16}. Esto se repite en varias ocasiones. Y entonces, la conducta del niño cambia: mientras que al principio, él hacía el gesto de alcanzar sin propósito alguno comunicativo, ahora lo empieza a hacer sin esforzarse en serio, sino sólo para que el adulto lo vea (Como se ve, esta propuesta, frente a la antes mencionada de Moore, se refiere a la génesis de la producción y no de la comprensión. En correspondencia con eso, la teoría vigotskiana contempla un condicionamiento más instrumental –o más activamente instrumental– que el que contemplaba Moore). Esta tradición vigotskiana fue elaborada en los años 70 por Bates, quien estudió los rasgos que indicarían el cambio cualitativo de la conducta del niño. Esos rasgos son «abreviación, ritualización, y mirada que alterna repetidamente entre el objeto y el destinatario».
¿Acepto yo esta teoría sobre la génesis del gesto de apuntar en el niño? No. Nótese que esa teoría choca con un dato acerca de la adquisición del niño –el de la precedencia de la comprensión sobre la producción del gesto–, y nótese igualmente que, al convertir al adulto en el factor crucial, no resulta adecuada para el origen histórico. Pero, no obstante, esa idea del condicionamiento podemos traerla a la controversia de la que veníamos tratando.
Un chimpancé salvaje estira el brazo en la dirección de un objeto deseado. Con ello quizá intenta agarrarlo, o podría también estar calibrando la distancia a la que está el objeto, o incluso es posible que su movimiento tenga la función de repintarlo como objetivo en su mente. La cuestión es que, aunque un chimpancé haga ese gesto, nunca encontrará en otro chimpancé un receptor como el que intervenía en la teoría vigotskiana. Por eso, aquellas observaciones referidas acerca de chimpancés salvajes podrían ser verdaderas. Su excepcional rareza sería completamente explicable. Pero volvamos a nuestra pregunta. ¿Por qué la comprensión del gesto de apuntar ha de ser penosamente aprendida por los chimpancés? ¿Por qué no se da en ellos espontáneamente?
4.2.3. Perros y chimpancés ante los gestos humanos de apuntar
Aquí hay que hacer hueco a otro asunto. Aunque las digresiones nos cansen, ésta es necesaria. Hare** ha mostrado que los perros sin entrenamiento alguno muestran una sensibilidad a aquellos gestos humanos que señalan una dirección. Cuando después estudió lobos, no encontró tal sensibilidad. Por eso, puede concluir que los perros habrían sido seleccionados desde el principio de su domesticación según ese criterio. En el entorno humano el mejor perro cazador o pastor tendría más posibilidades de transmitir sus genes. Esto no puede sorprender. Recuérdense las pesquisas iniciales de Darwin con criadores de animales domésticos. Asumimos, pues, que la sensibilidad a los gestos humanos de apuntar habrían sido seleccionados en los perros. Pero yo quiero seguir preguntando. En el origen, o sea, en el lobo, tenía que haber una base a partir de la cual se consiguiera llegar a la capacidad de nuestros mejores perros. Los lobos cazan en manada y es muy probable que el jefe de la manada decida cuál es el individuo más débil dentro del grupo de posibles presas. Esa elección del jefe de la manada ha de ser conocida por los demás lobos. En definitiva, los lobos tendrían, en el contexto de la cacería coordinada, una sensibilidad innata a determinados gestos del individuo dominante. Sobre esta base es sobre la que habría operado la selección de los perros domésticos. Una vez que hemos llegado a esto, podemos hacer la pregunta que nos interesa. ¿Hasta qué punto se aproximan los perros a la comprensión humana del gesto de apuntar? ¿Están acaso más próximos los perros que los chimpancés? Yo concluiría que en esencia la sensibilidad de los perros a los gestos humanos no tiene por qué diferir de cualquier otra sensibilidad animal a un estímulo que haya sido hecho relevante por la evolución. No hay necesidad de creer que los perros estén atribuyendo ni siquiera una percepción visual al productor de los gestos.
4.3. Profundizando en el requisito común a la comprensión del gesto de apuntar y de las miradas alternantes. Simulación vs. expectación
No habría, pues, comprensión del tipo humano de los gestos de apuntar ni en los perros ni en los chimpancés. ¿Qué es lo que les falta a los chimpancés? ¿Por qué no comprenden espontáneamente ese gesto? Dejemos, como dije arriba, los gestos protodeclarativos. ¿Por qué los chimpancés no comprenden sobre la marcha el apuntar imperativo? Como ya adelanté al final del capítulo anterior, voy a proponer que la comprensión del uso comunicativo de la dirección de la mirada y la comprensión del gesto de apuntar tendrían el mismo requisito crucial. El dato de que prácticamente todo gesto de apuntar se acompaña con miradas alternantes es, a mi entender, una buena pista. Lo mismo que las dos conductas aparecen relacionadas una con otra, también los respectivos procesos subyacentes estarían relacionados entre sí.
La capacidad de comprender el uso comunicativo de la dirección de la mirada envuelve, propusimos, como su requisito crucial la concepción de una interioridad ajena que lo mira a uno (y a la que se le hayan atribuido –éste es el requisito menor– percepciones visuales en el momento inmediatamente anterior). De modo similar, lo que la comprensión del gesto de apuntar con el dedo implica es la captación de una interioridad cinestésica ajena que se comunica conmigo. Es obvio que la vectorialidad del cuerpo y del brazo del productor son las claves para que el receptor pueda hallar el objeto apuntado. Los chimpancés son capaces de captar la expectativa cinestésico–postural del congénere, y la vectorialidad del esquema corporal de éste –captan tales cosas con la finalidad adaptativa, ya lo sabemos, de detectar el campo visual ajeno y de atribuir la correspondiente percepción–. Pero lo que ahora me interesa añadir es que, mientras los chimpancés están atendiendo a la interioridad cinestésico-postural del cuerpo ajeno, ellos no podrían concebir que esa cinestesia esté comunicándose con ellos mismos. Ellos son capaces, por supuesto, de advertir unas señales comunicativas que se le dirijan. Lo que no logran es –de nuevo lo mismo– emplear simultáneamente las dos capacidades que poseen. En ese sentido, la interioridad cinestésico-postural que el chimpancé atribuye al cuerpo de un congénere no es radical y verdaderamente ajena, o, más exactamente dicho, no lo es en el grado suficiente como para que se le atribuya la acción de estar comunicándose con el atribuidor.
Una y otra vez, ya hablando del gesto de apuntar, ya de las miradas alternantes, nos hemos centrado en la comprensión. ¿Qué hay de la producción? Si hay receptores capaces de comprender, entonces la producción podrá instaurarse (Recordemos el aprendizaje condicionado envuelto en la explicaciones de Vigotski o Bates). Ciertamente, la producción del gesto se instaura en los chimpancés adiestrados. Sin embargo, si el productor no tiene un cerebro capaz de satisfacer los requisitos de la comprensión espontánea, entonces, a mi entender, esa producción no será idéntica a la humana. La clave de la dificultad estriba en que cualquier intento de manipular comunicativamente la atención ajena y de llevarla así hasta un determinado objeto, cualquier intento de ese tipo, insisto, tiene que actuar sobre la atención de un sujeto (requisito uno) que esté atendiendo en ese momento al comunicador (requisito dos). Por eso tardó tanto la evolución en conseguir esa manipulación comunicativa (comunicativa, o sea, al estilo humano, y no al estilo del gorila de Gómez). Nada menos que el tercer modo de procesamiento del ojo ajeno, o, en otras palabras, nada menos que la concepción de un centro radicalmente ajeno, es lo que esa manipulación requiere.
Pero ya es hora de plantear también en este campo del gesto de apuntar la dicotomía expectación / simulación. Arriba vimos que, en relación con la capacidad de atribuir percepciones visuales a un congénere, el recurso de la expectación funciona hasta donde deja de funcionar. La expectación visual correspondiente a unos ojos que me están mirando a mí nunca podrá ser una expectación mía. ¿Qué sucede con la interioridad cinestésico-postural ajena y la comprensión del gesto de apuntar? Si la captación de la interioridad cinestésica ajena permaneciera en el nivel de las meras expectaciones, entonces no se llegaría a la recepción comunicativa del gesto de apuntar. Tener expectaciones de cualquier clase consiste en esperar –o buscar, o estar preparado para tener– la satisfacción de ellas. Por eso será imposible tener la expectación de unos estados cinestésicos o posturales que busquen comunicarse con uno mismo. Pero si en las expectaciones cinestésicas captadas no se incluye esa intención comunicativa, entonces esos movimientos de extender el brazo y adelantar la mano captados en el cuerpo del congénere resultan absurdos. Extender la mano hacia el vacío no tiene sentido fuera de la comunicación. Así pues, la comprensión de tipo humano del gesto de apuntar no puede basarse en el viejo recurso de la expectación cinestésica, sino en el exclusivamente humano de la simulación motora. Esta simulación sería colgada en un centro radicalmente ajeno.
Lo importante aquí es subrayar qué es lo que se alcanza con el tercer modo de procesamiento del ojo ajeno (o, para decirlo de otras maneras, con la simulación motora, o con la captación de una interioridad radicalmente ajena). Con esa conquista, un cerebro, por primera vez en la evolución, atendería a dos líneas de advertencia (la advertencia primaria y la advertencia del centro ajeno){17}. Por supuesto, la segunda de las líneas es parcial y discontinua, y también mucho más débil que la primera línea. Sin embargo, a pesar de esa debilidad, la segunda línea es inmensamente importante..
Hasta aquí hemos hecho converger dos capacidades. La comprensión del uso comunicativo de las miradas alternantes y la comprensión asimismo del gesto de apuntar tendrían un mismo requisito crucial. Ahora vamos a alinear también la tarea colaborativa a cuatro manos.
5La tarea colaborativa a cuatro manos y los juegos infantiles de coordinación interpersonal
5.1. Las tareas colaborativas
5.1.1. La tarea a cuatro manos
Hasta donde llega mi conocimiento, es Reynolds* el autor que más ha insistido en esas tareas colaborativas{18}. Por supuesto la colaboración es un asunto que ha sido enfocado por muchos estudiosos. Pero Reynolds tiene, a mi entender, el acierto de hablar concretamente de tarea a cuatro manos.
Muchas tareas sencillas y elementales no pueden ser realizadas por un solo individuo. Pensemos en un terreno que conserve bastante humedad por debajo de la superficie. Para conseguir agua, se haría un hoyo, y se presionarían las paredes de ese hoyo. Un poco de agua en el fondo queda así disponible. Si el individuo que está presionando las paredes intenta él mismo sacar el agua acumulada en el fondo, es muy probable que las cosas no vayan bien. En cuanto sus manos dejen de presionar la tierra de las paredes, esa tierra caerá al fondo y reabsorberá el agua que se había conseguido. La solución es obvia: Otro individuo ha de intervenir en ese momento.¿Cómo se llegaría a esa colaboración? La primera vez, no habría quizá planificación alguna. Un individuo presiona las paredes y logra la acumulación de agua en el fondo. Otro individuo ve la ansiada agua, y se lanza a extraerla. Pero, para que este procedimiento pasara al acervo de procedimientos poseídos por el grupo, alguien tuvo que captar la tarea como un plan unitario. Ese captador pudo ser uno de los protagonistas de la ejecución casual, o quizá una tercera persona que hubiera asistido como espectador
¿En qué consiste esa comprensión de la tarea de nuestro ejemplo? En el sujeto que la llega a comprender, habría primero una captación de la interioridad cinestésica ajena –del esfuerzo ajeno, p. e., de presionar las paredes. Tal captación podría hacerse, ya se sabe, con el mero recurso de la expectación. Pero, a continuación, esa interioridad que presiona paredes habrá de ser pensada como el individuo con el que es menester interactuar. Está ahí envuelta, pues, la tantas veces aquí mencionada simultaneidad de requisitos. El cuerpo visto, tiene, por un lado, que ser captado en su interioridad, y, por otro lado, a la vez, tiene que ser captado como interactuando conmigo. Sin esa simultaneidad de ambos requisitos , no habrá en absoluto plan unitario. Como se ve, en la tarea a cuatro manos encontramos la misma exigencia que en la comprensión de las miradas alternantes o del gesto de apuntar. La interioridad a la que atribuyo percepciones o cinestesias ha de ser una interioridad radicalmente ajena en cuanto ha de verme a mí, o dirigirse a mí o interactuar conmigo{19}.
Nótese cómo este plan de la tarea completa no podría elaborarse con el viejo recurso de la expectación y el centro mental único. Con ese solo recurso, el sujeto podría, desde luego, escoger la conducta adecuada cuando se encuentre realmente con un hoyo lleno de agua. O, alternativamente, podría ejecutar el primer movimiento ante cualquier tierra suficientemente húmeda. Pero para que el plan sea tal, hay que encadenar los pasos sucesivos. El eslabonamiento sucesivo de medios / fin ha sido muy observado entre los animales (cf. Suddendorf & Whiten, 2001). Pero en esas cadenas, lo que se ha aprendido es a hacer cada uno de los movimientos justo cuando el respectivo contexto adecuado haya por fin sido conseguido. Eso no sería suficiente para nuestra tarea. Aquí hay que repartir los movimientos entre dos sujetos.
Pero podemos elaborar un poco más la objeción insinuada en el párrafo anterior. Los movimientos constitutivos del segundo paso, ellos sí, podrían ser aprendidos como un condicionamiento instrumental ligado a un contexto (y cuya meta, claro está, sería la de conseguir agua). La puntualización de que ese condicionamiento habría de estar ligado a un contexto no exige prácticamente nada. Cualquier aprendizaje condicionado está ligado a un contexto. Así pues, el aprendizaje del segundo paso, o sea, de los movimientos de extracción, podría, pues, ser muy simple. Eso es verdad. Pero fijémonos en que ese aprendizaje simple no es el que se exige para la planificación. En el plan, el contexto vinculado a los movimientos de extracción del agua del fondo es el resultado que se alcanzará después de que el primer individuo haya hecho su tarea. Así pues, aunque los movimientos de extracción del agua, ellos sí, puedan entrar en el plan como meras expectaciones cinestésicas, y sin necesidad, pues, de involucrar una simulación motora, sin embargo, esas expectaciones tendrán un carácter sumamente especial. En el planificador, el contexto adecuado para los movimientos de extracción del agua es la meta que una previa conducta ajena habría tenido que obtener.
5.1.2. Comparando con la colaboración de los chimpancés Austin y Sherman
Intentemos precisar un poco más cuál es la clave de este tipo de tarea colaborativa (que, para entendernos, hemos llamado 'a cuatro manos', aunque no tiene por qué envolver cuatro manos). Para ello, convendrá compararlo con las colaboraciones que se han conseguido en parejas de chimpancés. Los chimpancés Austin y Sherman (***) constituyen el ejemplo más conocido. Austin, encerrado en una jaula, tenía disponible una caja en la que él sabía que se guardaban alimentos sumamente apetecibles. Esa caja estaba cerrada. Austin y Sherman habían aprendido juntos durante los días anteriores a abrir la caja con una palanqueta. El problema era que en esta ocasión, la palanqueta estaba a unos metros de la jaula, inaccesible para Austin. La pareja de chimpancés logró colaborar adecuadamente. Sherman cogió la palanqueta y se la entregó al enjaulado Austin. Después, por supuesto, Sherman reclamó contundentemente su ración de comida, y la consiguió. ¿Hay alguna diferencia entre esta colaboración y la de nuestra tarea a cuatro manos?
Austin tiene la meta de conseguir los alimentos que él sabe que están en la caja. Para llegar a esa meta, tiene la submeta de abrir la caja. Para ello, la sub-sub-meta inmediata es la de conseguir la palanqueta. Si Austin no estuviera encerrado en la jaula, él iría a buscar la palanqueta. Pero en su situación, no puede hacerlo. Sherman desde fuera, ve la caja, y se dispone a mendigar comida de Austin en cuanto Austin abra la caja. Pero la ansiada apertura se retrasa. Sherman sabe que la caja tiene que ser abierta con palanqueta, y actúa en consecuencia. ¿Qué es lo que no se da aquí y se daba, en cambio, en nuestra tarea del agua conseguida a cuatro manos? El plan 'palanqueta-apertura-alimento' podría haber sido hecho por un solo chimpancé. El plan puesto en práctica no difería del plan que cada individuo por separado había aprendido. Sherman habría seguido él solo con los siguientes pasos conductuales (apertura, alimento) si él hubiese podido. Era sólo la circunstancia de que la caja estaba dentro de la jaula e inaccesible, por tanto, para él, la que lo obligó a dejar esos pasos siguientes a cargo de su compañero.
En cambio, el plan de la tarea del agua conseguida a cuatro manos no podría haber sido nunca ejecutado por un solo individuo. El plan desde el momento mismo en que se construyó como tal, hacía intervenir dos individuos. En definitiva, mientras que Austin y Freeman tenían un plan individual que se repetía en los dos, el originario planificador de la tarea del agua era el único que tenía ese plan que requería dos individuos. Hay una enorme diferencia entre un plan que se repite en dos individuos y un plan que en sí mismo envuelve dos individuos. ¿Cuál sería, en resumen, el requisito crucial de ese plan que en sí mismo envuelve dos individuos? Ese requisito, insisto de nuevo, sería el mismo que el que propusimos para la comprensión de las miradas alternantes o del gesto de apuntar. Hay que concebir dentro de la propia mente un centro ajeno. O, dicho de otro modo, hay que concebir una interioridad tan radicalmente distinta a mí como para que pueda dirigirse a mí.
Hemos dado hasta ahora con un solo ejemplo de tarea colaborativa a cuatro manos. Pero está claro que con una tecnología primitiva, ese tipo de colaboración era necesaria continuamente. 'Sostén tú esto firme mientras que yo hago eso': si quisiéramos explicitar el esquema que se repetiría tan a menudo, nos resultaría algo como eso. El punto que aquí me interesa es que la capacidad para ese tipo de tareas a cuatro manos se hizo cada vez más imprescindible. El desarrollo de esa capacidad en cada niño era un asunto que convenía asegurar. Con esto llegamos al último asunto de este apartado, a los juegos de coordinación motora interpersonal.
5.2. El juego de coordinación motora interpersonal
5.2.1. Desde las ventajas adaptativas del juego en general al entrelazamiento entre evolución y cultura.
Por supuesto, el placer del juego no apareció con la especie humana. En los mamíferos el juego está muy difundido. Las persecuciones y luchas de juego que se observan en los cachorros son, en primer lugar, placenteras para ellos, y, en segundo lugar, muy útiles porque desarrollan las destrezas que el animal adulto debe poseer para sobrevivir. La novedad de los juegos de los humanos estriba simplemente en que las destrezas que ahí el niño ejercita y potencia son las destrezas específicas que necesita el ser humano. Como se ve, esta visión del juego no está lejos del 'placer de la función' de los autores de principios de siglo. Pero hay una diferencia. Ahora nosotros nos estamos tomando en serio la evolución, las ventajas adaptativas y la selección de los rasgos ventajosos –para una exposición reciente de esto, ver en libro Ellis, Bjorklund**–.
Dado que, en el caso de los humanos, algunas de las destrezas ejercitadas y potenciadas por el juego serán requisitos para el aprendizaje cultural, surge una pregunta. ¿En qué nivel debemos situar esa conveniencia? ¿En el nivel de la evolución, o en de la cultura? Mi opinión es que, a partir de un cierto punto, los requisitos del aprendizaje cultural llegaron a ser adaptativos. Tan adaptativos llegaron a ser, que acerca de ellos no habría que decir que su presencia proporcionaba ventajas al individuo, sino más bien que su ausencia significaba el fracaso (Piénsese en el lenguaje). Por eso, pudieron surgir –y surgir muy rápidamente para lo que es el tiempo evolutivo– mecanismos biológicos como el del placer que se obtendría mediante conductas ejercitadoras y potenciadoras de aquellos requisitos. Ese tipo especial de placer o pauta consumatoria innata habría sido seleccionado por la evolución hasta hacerse universal en la especie humana. Una de las destrezas que así serían ejercitadas por el niño es, decíamos, la capacidad de colaborar en tareas a cuatro manos.
Por eso, en todas las sociedades los niños disfrutan con juegos como el que en mi tierra se llama 'té, chocolate, café'. «Té» (adulto y niño por separado palmean cada uno sus propias rodillas), «Chocolate» (adulto y niño por separado tocan las palmas). «Café» (adulto y niño palmean cada mano en la mano del otro). Como se ve, la cuestión antes aludida del entrelazamiento entre evolución y cultura se suscita aquí de un modo extremo. El adaptativamente ventajoso ejercicio de la capacidad de colaboración a cuatro manos aparece encarnado en una tradición cultural que le es enseñada al niño por los adultos.
¿Qué fue lo que la evolución proporcionó para constituir tal juego? Seguramente, bastó que la evolución diseñara ese particular placer o pauta consumatoria innata. La reacción gozosa de los niños ante cualquier suceso que envolviera algo parecido a una coordinación a cuatro manos llevaría a los adultos a intentar sostener ese momento gozoso, y así iría produciéndose la invención histórica de cada juego convencionalizado de ese tipo.
Pero hay que explicar también la colaboración de los adultos. ¿Qué hay de ellos? Los adultos, en esos momentos de interacción al menos, seguirían siendo sensibles a aquel placer innato que los guiaba en su infancia. Aunque esos juegos son adaptativos ante todo en la infancia, era conveniente que el placer ligado a tales juegos no desapareciera completamente en la edad adulta. Ciertamente, a veces el mantenimiento del placer lúdico puede llevar a los adultos mismos a actividades que no serían en absoluto adaptativas. Sin embargo, este peligro es ampliamente compensado por la enorme utilidad que se deriva de que los adultos jueguen con los niños.
5.2.2. El proceso de aprendizaje del juego 'té, chocolate y café'.
Analicemos cómo el niño aprendería el juego 'té, chocolate y café'. Desde mucho tiempo antes, el niño sabía imitar el movimiento de tocar las palmas, o de golpear algo con las palmas. Los movimientos de las manos son precisamente los movimientos autovisibles por antonomasia, y, por tanto, los más fáciles de imitar. Lo que aquí nos interesa es que las imitaciones motoras envueltas en los dos primeros pasos del juego (el 'té' y el 'chocolate') podrían hacerse con el viejo recurso de la expectación cinestésica. El imitador podría simplemente detectar las expectaciones cinestésicas correspondientes a los movimientos vistos en el modelo, y a continuación satisfacérselas él a sí mismo. Con eso bastaría para llegar a imitar esos movimientos. Pero es obvio que el quid de este juego reside en el tercer paso (en el 'café'). Sin el tercer paso, el juego quedaría reducido a imitaciones parecidas a las que el niño realiza desde muchos meses antes. ¿Qué es lo que está envuelto en el tercer paso?
Cuando en el tercer paso el niño observa el movimiento del modelo, ha de advertir también que el modelo se está dirigiendo a él tanto física como comunicativamente. Con esto nos topamos ya con lo que ha sido nuestro estribillo. En el tercer paso, no basta con detectar una expectación cinestésica. El estado interno detectado en el modelo resulta estar dirigiéndose al niño mismo. Así pues, ese estado no cabría nunca en una expectación propia del niño. La verdadera simulación motora, el centro radicalmente ajeno estarían envueltos necesariamente en el tercer paso, o, dicho de otro modo, en el paso que constituye el quid de este juego.
Recordemos en este punto el autorreconocimiento en la imagen del espejo. Ciertamente, hay una semejanza entre el niño que ejecuta el tercer paso del juego y ese autorreconocimiento. La sincronía entre unos jugadores expertos puede convertir a cada uno de ellos en una especie de espejo del otro, en un espejo de nivel conductual, podríamos decir. Sin embargo, hay una diferencia crucial que, huelga ya decirlo, tiene que ver con la esencia misma de ese juego. El hecho de que el chimpancé sea capaz de autorreconocerse en el espejo, pero no disfrute, en cambio, con los juegos de ese tipo, ese hecho, repito, no es en absoluto casual, sino que encaja con todo lo demás. En el juego, el presunto espejo conductual tiene su interioridad ajena propia que se comunica conmigo. Eso es justo lo que está ausente del autorreconocimiento en el espejo: la interioridad que yo le atribuyo a la imagen del espejo, si de verdad me estoy autorreconociendo en ese espejo, no es una interioridad ajena, sino la mía propia.
Un punto final que hay que tratar. Los chimpancés al final de un largo entrenamiento podrían aprender estos juegos. Yo no tengo en absoluto datos al respecto. Pero me parece muy verosímil que ese aprendizaje se pueda dar. Aquí el usar una suposición tan arriesgada e infundamentada no es un inconveniente, dado que el supuesto aprendizaje, lejos de ser un apoyo para mi propuesta, daría lugar a una objeción a la cual tendría yo que replicar. Así pues, paso ya a encarar esa supuesta objeción.
Los dos primeros pasos podrían ser aprendidos fácilmente por los chimpancés, si se les recompensaba debidamente. (Como dije arriba, la imitación de movimientos simples, o, dicho de otra forma, el éxito en la tarea 'Haz lo que yo', sería en los monos superiores un inútil efecto secundario de la ventajosa capacidad de calcular el campo visual ajeno). ¿Qué pasa con el tercer paso? El chimpancé podría aprender a entrechocar sus manos con unas manos ajenas, pero en este tercer paso del juego, ese aprendizaje descansaría sobre un recurso distinto al de la imitación motora. Mientras que él habría detectado la interioridad cinestésica ajena durante los dos primeros pasos, ahora, para el tercer paso, simplemente sabe que ha de conseguir la meta de tocar las manos del otro. A la altura del tercer paso, él ya no sería consciente de estar haciendo lo mismo que el modelo. Esta explicación es la que en mi propuesta tendría el aprendizaje de un juego de esta clase por parte de un chimpancé.
Pero esto no nos ha servido sólo como explicación del supuesto aprendizaje de los chimpancés. Ahora, gracias a esa explicación, estamos en condiciones de perfilar mejor cómo se iría constituyendo el aprendizaje del juego en el niño. La idea es que al principio, el niño podría aprender el tercer paso de un modo bastante cercano al modo del chimpancé, es decir, casi sin atender en ese punto a la interioridad ajena. Pero precisamente por eso el juego es adaptativamente ventajoso. El niño sentiría en seguida que cuanto más gira hacia el apenas atisbado nuevo modo de hacer el tercer paso, tanto más placer experimenta. Mediante el ejercicio repetido al que lo empuja el placer ligado al juego, el niño iría activando más y más el otro modo de ejecutar el tercer paso. Ciertamente, si el niño puede llegar a ese otro modo, ello es porque su cerebro –su capacidad para la doble línea mental– se lo permite. Sin embargo, también necesitaría el juego para ejercitar y potenciar esa su capacidad. Por eso, repito, en la evolución se habría puesto a punto un placer innato ligado a esos juegos. Ese placer, como cualquier otro placer o pauta consumatoria innata, constituye un mecanismo de enseñanza, un mecanismo que enseña el estímulo adecuado para su satisfacción (como dijo Lorenz), y que a la vez empuja al organismo hacia esa satisfacción.
5.2.3. La divertida imitación recíproca
Asendorpf & Baudonniere, 1996, y Jacqueline Nadel, 2002, 2004, han estudiado una conducta del niño que es parecida a ese juego. Es igualmente placentera y envuelve también el crucial requisito de la captación de una interioridad que se está dirigiendo a uno. Me refiero a la imitación recíproca a la que se dedican a menudo los niños entre ellos (Nadel la llama 'imitación de función comunicativa'. Ciertamente, tomado de un modo literal, ese rótulo es ambiguo. La conducta lingüística, que envuelve imitación del código social y es comunicativa, quedaría también perfectamente amparada por tal término. Sin embargo, dado que cada vez es utilizado por más autores, habrá que aceptarlo).
Un individuo, sin decir nada al principio, se dedica a copiar paso a paso todo lo que otro hace. Cuando el modelo se da por fin cuenta, los dos, el imitador y el modelo ríen divertidos. Aunque la capacidad de imitación motora es obviamente muy útil por sí misma porque permite el aprendizaje cultural, no es esa utilidad la que principalmente estaría aquí envuelta. En estos episodios lo normal es que no se aprenda ninguna pauta motora nueva. Es más, en ocasiones –en una gran parte de ellas–, el imitador silencioso puede ser un adulto, quien obviamente persigue que el niño se dé cuenta –se dé gozosa cuenta– de que la otra persona, el adulto en este caso, lo está imitando a él. Asimismo, cuando el imitador es un niño, el modelo para la imitación es muy frecuentemente un niño de la misma edad, y por tanto, con el mismo nivel de destrezas que el imitador. Pero si no sirven para el aprendizaje motor, hemos de preguntarnos por qué entonces se dan estas conductas. Empecemos por ver cuándo se suscita en cada caso el placer del niño.
Fijémonos primero en el niño que, sin él saberlo, había estado funcionando como modelo. El placer sólo llegará cuando él se dé cuenta de que está siendo imitado. Para darse cuenta de eso, el niño imitado habrá tenido que atender a la vertiente interna de los movimientos del otro. Esa vertiente interna de los movimientos del otro –otra vez repetimos la misma idea– puede ser atendida con el procedimiento propio del chimpancé, o sea, el de detectar en los movimientos ajenos expectaciones cinestésicas{20}. Pero ese procedimiento, si bien logrará el análisis interno de los movimientos ajenos, nunca permitirá concebir que esa interioridad me está mirando a mí, o dirigiéndose a mí, o copiándome a mí. Así pues, la comprensión de que el otro me está imitando a mí envolvería el requisito crucial de la doble línea de advertencia. Al analizar el placer del niño que había estado funcionando como modelo, hemos explicado también la versión en la que el adulto juega a imitar al niño.
Pasemos ahora al niño imitador. ¿Cuándo se suscita en él el placer? Él naturalmente ha tenido que estar copiando los sucesivos pasos del modelo. Pero con esto él todavía está esperando el momento placentero. Por eso, continúa con su labor de callada imitación. El placer del imitador tiene que esperar hasta que el modelo cae en la cuenta de que está siendo copiado, y alza su mirada divertida hacia él, o sea, hacia el imitador. Como se ve, encontramos aquí la misma causa que antes. El placer empieza cuando la interioridad que yo estoy captando en el otro, llega, al dirigirse a mí, a hacerse una interioridad radicalmente ajena respecto a mí.
Si ese placer pudo surgir en la evolución, ello fue sin duda porque esa especie de ruptura en dos de la propia mente tenía ventajas adaptativas. Esas ventajas vendrían a través del uso comunicativo de las miradas alternantes y del gesto de apuntar con el dedo, así como también a través de la capacidad para la tarea a cuatro manos. Esto es lo que hemos dicho hasta ahora.
Quedan por ver las extensiones y modificaciones ulteriores de esa captación de la interioridad radicalmente ajena. Por un lado, en vez de ceñirse a los estados cinestésicos o percepciones visuales, esa captación se involucrará con el lenguaje (o, mejor dicho, con varios planos de la comunicación lingüística muy distintos unos de otros) y, asimismo, se aplicará a otro tipo de estados mentales. Dicho de otra forma, puesto que hasta ahora no hemos pasado del estadio de la atención triádica (o'revolución de los 11 meses', como la llama Tomasello), habremos de enfocar el resto de los asuntos de la llamada 'teoría (que el sujeto tiene) de la mente (ajena y propia)'. Por el otro lado, justo por haber enfocado los inicios de la captación de la interioridad radicalmente ajena, hemos limitado ésta a la que podríamos llamar captación 'de segunda persona'. Una y otra vez hemos sugerido que 'la segunda línea mental' (o, con otras palabras, el 'tercer modo de procesamiento del ojo ajeno', o la 'simulación propiamente dicha') habría surgido en la evolución para posibilitar la atribución de una percepción visual al ojo que lo está mirando a uno. Esa atribución, que podríamos llamar de segunda persona, no se podía realizar en modo alguno con el viejo recurso de la expectación. Por ello, la inicial captación de la interioridad radicalmente ajena habría sido al principio necesariamente una captación de segunda persona. Sin embargo, una vez que surgió para esa función el tipo de cerebro requerido para llevarla a cabo, una vez que se llegó a eso, la captación de la interioridad radicalmente ajena pudo empezar a ser también 'de tercera persona'. Pero prácticamente todo eso que queda por ver, hay que dejarlo para otra ocasión{21}. Aquí sólo vamos todavía a ver la única aplicación directa y sin modificaciones que nuestra propuesta de captación de la interioridad radicalmente ajena tendría en el lenguaje.
6La paridad del signo lingüístico y la captación de una interioridad radicalmente ajena
6.1. Paridad saussureana y comunicación animal
Vamos, pues, a enfocar ahora el lenguaje. Pero el aspecto que nos va a interesar es sólo aquél por el cual el lenguaje aparece como una derivación y elaboración del gesto de apuntar. Pero no adelantemos los acontecimientos y vayamos poco a poco
Cuando un receptor escucha una orden o petición, él comprenderá que a él le están pidiendo u ordenando. En cambio, cuando él produce justo la misma palabra con la misma entonación, es él quien pide u ordena. A pesar de esa diferencia, la palabra en cuestión es para él la misma en los dos casos. Esto sucede en todos los lenguajes humanos. Tenemos ahí un universal lingüístico absoluto –'paridad saussureana', o 'simetría hablante / oyente' se le viene llamando. ¿Sucede o no esto mismo en la comunicación animal? A nosotros la paridad nos parece tan natural e inevitable que incluso formular ese interrogante sólo se ha llegado a hacer en tiempos recientes (ver Hurford, 1989).
Por lo pronto, podemos afirmar que esa paridad –esa conciencia de la identidad entre señal producida y señal recibida– no es necesaria para que pueda darse comunicación animal. Un pez para mostrar su agresividad levanta el abdomen. Así se hace visible la gran mancha roja de su abdomen. El congénere ve esa mancha roja y responde de modo adecuado, bien retirándose, bien atacando. Es decir, el receptor ha comprendido bien el valor comunicativo de la mancha roja. Incluso si se le presenta un estímulo supranormal, un enorme manchón rojo en una pared, reaccionará del mismo modo, pero con más fuerza. Sin embargo, cuando él llegue a su vez a ser el productor de la misma señal, él no sabrá que él está enseñando la mancha roja de su abdomen. Él simplemente se encuentra entonces en estado de agresividad, y ejecuta la pauta motora innata correspondiente. En definitiva, estos peces no necesitan en absoluto identificar la señal agresiva que ellos producen y la señal agresiva que ellos reciben. Nosotros, al observar a los peces, podemos claramente identificar una con otra. Pero los peces mismos, no. Ellos, está claro que pueden pasarse sin esa identificación. Si, dejando a los peces, pasamos a las orejas echadas para atrás y a la postura del cuerpo todo de un gato en actitud de sumisión, p. e., habrá que llegar a la misma conclusión. El gato, incapaz de autorreconocerse en el espejo, no sabe qué aspecto visual él está ofreciendo. Sin embargo, cuando él llegue a asumir el rol de dominante y vea en otro gato esas posturas de sumisión, las entenderá adecuadamente. La evolución habría hecho el trabajo necesario para que esta coordinación se logre. El animal individual no ha de hacer ninguna tarea de identificación consciente entre señal recibida y señal producida.
Hasta ahora hemos reducido nuestros ejemplos de comunicación animal a los casos más favorables para nuestra argumentación. Hemos apelado sólo a señales visuales que no son perceptibles en el cuerpo propio. El pez no puede ver su abdomen, ni el gato sus orejas. Pero en la comunicación animal hay también, y muy frecuentemente, señales auditivas. Éstas son perceptibles tanto para quien las recibe como para quien las produce. Así pues, aquí el animal podría identificar una señal que él recibe con una señal que él produce. En este caso, eso sería posible. Lo que tenemos que preguntarnos es si sucede realmente, y, más en concreto, si sería útil o, por el contrario, más bien contraproducente, para la comunicación animal. ¿Qué relación hay en el cerebro de un perro entre el ladrido agresivo que él produce y el ladrido parecido que él recibe? Puesto que, como hemos visto para las señales visuales, el reconocimiento de la identidad entre señal producida y señal recibida no es indispensable para que una función comunicativa tenga lugar, ese reconocimiento sólo ocurrirá si es útil. ¿Lo es realmente?
Para el contenido informativo de la agresividad, podemos advertir que el grado de agresividad es una información importantísima, que esa información remite a un continuo graduado, y que, por tanto, las diferencias entre ladridos agresivos serán tanto o más importantes informativamente que sus semejanzas. Ciertamente, eso sería conciliable con el reconocimiento del ladrido agresivo propio y del ladrido agresivo ajeno como pertenecientes ambos a un mismo tipo. Sin embargo, la importancia del grado de agresividad no puede considerarse precisamente una buena noticia para los defensores de la identificación cerebral del ladrido producido y el recibido.
Pero –se me objetará– el reconocimiento de los congéneres es una de las informaciones transmitidas por la comunicación auditiva animal, y no precisamente una de las menos importantes. Pero eso dista de ser un argumento conclusivo a favor de la identificación entre sonido producido y sonido recibido. Al menos el reconocimiento inicial de los congéneres, al menos el inicial –eso está claro–, no puede descansar sobre tal identificación. Las crías al principio, o bien no emiten señales auditivas (los pájaros, p. e., empiezan a cantar sólo con la madurez sexual), o bien emiten sólo una pequeña parte del repertorio de la especie. Así pues, ahí han de estar envueltos procedimientos diferentes a esa identificación entre sonido producido y recibido. Dado que la cría desde el principio ha de atender de un modo preferencial a las señales de sus congéneres, tendrá que basarse en otros procedimientos. Y estos otros procedimientos sería extraño que desaparecieran en la edad adulta.
Ya se adivina a dónde quiero ir a parar. Es evidente que los nexos bioquímicos y conductuales son diferentes, y a menudo opuestos, para la producción y la recepción. Por eso, mi sugerencia va a ser que para el animal el reconocimiento de la identidad entre la señal producida y la recibida sería no sólo inútil sino perjudicial{22}. Pero, si eso es así, habrá que explicar por qué en nosotros los humanos la conciencia de esa identidad no es perjudicial.
Se me contestará de inmediato aquí que ese contraste lo podremos explicar perfectamente con sólo tener en cuenta el carácter no natural de los signos lingüísticos humanos, frente al carácter natural de los gritos animales. Eso es muy verdad. Pero analicemos qué es lo que está envuelto en esa no naturalidad de los signos lingüísticos. Éstos, no es sólo que sean aprendidos de otras personas, sino que su uso requiere indispensablemente que sean usados por otros individuos. Mientras que la condición de aprendidos la satisfacen también los condicionamientos animales, el otro requisito, en cambio, sitúa al signo lingüístico entre lo que se ha venido a llamar 'construcción social' (Searle, Millikan, Plotkin). Sucede con el signo lingüístico lo mismo que con el dinero. Su uso por mí tiene sentido sólo porque, y en tanto que, otras personas también lo usan con el mismo significado. Así pues, la invocada no naturalidad del signo lingüístico, que parecía ser capaz de explicar por qué la paridad saussureana no es perjudicial, ha acabado asumiendo lo que presuntamente tendría que explicar. Así pues, hemos de buscar otra respuesta a nuestra pregunta.
¿Por qué el reconocimiento de la identidad entre la señal producida y la recibida no sería perjudicial en los humanos? A mi entender, eso remite a la propuesta central de este trabajo. Los humanos somos capaces de captar una interioridad radicalmente ajena, exactamente una interioridad que nos esté mirando o se esté dirigiendo a nosotros mismos. Ese centro ajeno surgido dentro de nuestra mente sería el centro de la simulación motora. En el tercer modo de procesamiento del ojo ajeno atribuiríamos percepción visual a unos ojos que nos están mirando a nosotros. En el gesto de apuntar, detectaríamos la vertiente interna de unos movimientos que se están dirigiendo a nosotros. En la comprensión del habla detectaríamos unas señales que son idénticas a las que nosotros mismos somos capaces de producir, pero que en este caso resultan estar dirigidas a nosotros. En todos estos casos, no funcionaría la expectación, sino que es necesaria la simulación colgada en el centro ajeno. Por eso, porque la simulación se colgaría en un centro ajeno, es por lo que puede conciliarse en el lenguaje humano lo que resultaba inconciliable en la comunicación animal. Ahora se daría la identificación consciente de elemento producido y elemento recibido. Pero, gracias a la capacidad humana para concebir dentro de la propia mente un centro ajeno, esa identificación no obsta a la diferencia u oposición bioquímica y conductual entre producción y recepción comunicativas.
El principal argumento a favor de esta sugerencia acerca del lenguaje estriba, claro está, en que aproxima varias capacidades exclusivamente humanas, y además unas que aparecen realmente muy unidas en sus orígenes, como son la comunicación lingüística y la de apuntar con el dedo o con la dirección de la mirada. Pero hace falta encontrar más apoyos. ¿Dónde vamos a buscarlos? Dos direcciones son las que se me aparecen prometedoras. Primero, la teoría de la recepción motora del habla de Liberman. En segundo lugar, la cuestión del significado de los deícticos, o, más concretamente, de algunos deícticos.
6.2. La 'teoría de la recepción motora del habla'. Cómo encaja esta teoría dentro de la propuesta general del presente trabajo
Alvin Liberman dedicó toda su larga trayectoria a elaborar el descubrimiento que había realizado por los años 50 mientras desarrollaba un trabajo encargado por compañías telefónicas. Lo que se descubrió es que las confusiones más frecuentes entre los receptores se debían caracterizar, más bien que como confusiones entre sonidos que auditivamente estuvieran próximos, como dándose entre sonidos cuya articulación fuera parecida. Los datos relevantes atañían a una doble disociación: Algunos sonidos que un espectrograma clasifica como próximos pero que, desde el punto de vista articulatorio están alejados, no eran confundidos. A su vez, algunos sonidos alejados para el espectrograma, pero cercanos desde el punto de vista articulatorio eran muy frecuentemente confundidos. A partir de esto, Liberman formuló la teoría de que la recepción del habla envuelve una articulación latente. La simulación motora que mucho más tarde, con las neuronas de espejo y con la corriente simulacionista de la teoría de la mente, subiría a la cresta de la ola estaba ya claramente presente en el Liberman de los años 50.
Liberman pasó pronto a proponer que la categorización fonémica de los sonidos dependería de esa recepción articulatoria. Pero el descubrimiento de que muchos animales eran capaces de una cierta categorización de sonidos dio al traste con este segundo paso. Esto le trajo a la teoría algún desprestigio. Pero hay que recordar que el vínculo con la categorización había sido una propuesta adicional bastante independiente de los datos iniciales. En realidad, la categorización, pese al empeño de Liberman por llevarla a su molino, remite más bien a la abstracción. Lo que se repite en varias percepciones es diferencialmente reforzado. Ciertamente, los códigos fonémicos son diferentes según las lenguas. La alteración de significado fija las fronteras hasta las cuales y sólo hasta las cuales puede variar un sonido sin cambiar de categoría. Sin embargo, el proceso de abstracción perceptiva trabajaría de modo idéntico en todas las lenguas. Lo único que cambiaría sería el perfil exacto del conjunto a partir del cual se realizará la abstracción perceptiva.
Dejando, pues, el asunto de la categorización, centrémonos en la propuesta inicial de Liberman. Recientes investigaciones respaldan la teoría de la recepción motora. Lo más interesante es que esas investigaciones –las de Iacoboni, principalmente– proceden de un campo totalmente distinto al de la especialidad inicial de Liberman. «To examine the role of motor areas in speech perception, we carried out a functional magnetic resonance imaging (fMRI) study»: Wilson, Saygin, Sereno & Iacoboni,. 2004)
Para atender a otra posible conexión de la teoría de Liberman, veamos qué relación hay entre recepción motora y pautas aprendidas de un modelo. Según la teoría, esa relación se daría en los signos lingüísticos. ¿Exclusivamente en ellos? Al menos, sabemos que no se puede extender de un modo absolutamente general. Recuérdense los dialectos de canto aprendidos por los gorriones de corona blanca. Marler, * demostró que durante su periodo de mudez y aprendizaje los pequeños gorriones guardaban en un formato auditivo los cantos adultos (Los guardaban concretamente como un enriquecimiento o añadido a su innata pauta auditiva de canto. Esa pauta auditiva innata sería la base simple de los cantos reales de los individuos de la especie). Los aprendices, para llegar ellos mismos a ser cantores adultos, tenían que empezar por oír sus propios intentos, detectar hasta qué punto se aproximaban o se alejaban del modelo (tanto del modelo enriquecido dialectalmente, como, en el caso de los pájaros criados en aislamiento, del modelo simplificado innato) y rectificar en consecuencia{23}. En resumen, el aprendizaje dialectal en estos pájaros es ajeno a la recepción motora. Seguramente el análogo humano a ese tipo de aprendizaje (de formato todavía meramente auditivo y no motor) sería la etapa del balbuceo, donde el niño multiplica sus intentos hasta lograr reconocer en alguno de ellos un sonido parecido a los que él escucha. Durante esa etapa, el niño seguramente no tendría 'recepción motora'. Pero, una vez pasado el período de balbuceo, el niño logra la reproducción, al menos reconocible, de una palabra la primera vez que intenta reproducirla. ¿Cómo logra esto el niño? Piaget hablaba de la imitación latente que tenía que preceder siempre a la primera copia de las pautas motoras complejas nuevas, entre las cuales incluía las articulatorias. Esa imitación latente de Piaget estaría proponiendo justo una recepción motora durante el periodo de aprendizaje. Así se llegaría a una convergencia entre Liberman y Piaget. Es curiosa esa convergencia porque esos dos autores están muy alejados entre sí. La recepción adulta del habla no fue un asunto que interesara a Piaget. Y, a su vez, Liberman sólo periféricamente se interesó por el aprendizaje infantil. Sin embargo, ambos apuntarían al formato motor de la percepción de movimientos.
Pero aquí, más que la cuestión piagetiana de cómo se relacionan el aprendizaje de las pautas complejas nuevas articulatorio-fonéticas y el formato motor, lo que me interesa es la recepción motora del habla en general. ¿Cómo habría que entender exactamente los movimientos del receptor? Liberman reconoce que, para que su teoría se sostenga, ha de haber algún mecanismo que impida el despliegue efectivo de los gestos o movimientos del receptor. Se ha aprovechado esa grieta de Liberman para proponer que bastaría una recepción 'directa realista' que englobaría tanto los sonidos del habla como los de masticar o cualesquiera otros producidos por una boca ajena (Fowler, 2003). Sin embargo, si reformulamos la recepción motora de Liberman como una simulación que corre por la segunda línea mental, entonces desaparece la presunta grieta de su teoría. La verdadera simulación, venimos diciendo, no consiste en una activación motora normal que después tendría que ser inhibida, sino en un proceso que desde el principio se cuelga del centro ajeno, o segundo centro, de la propia mente{24}.
Pero volvamos ya por fin a los párrafos iniciales de este capítulo. El receptor de un mensaje lingüístico entendería éste de dos formas que en principio son irreconciliables entre sí, pero que la mente humana puede, sin embargo, llegar a conciliar. Primero, él lo entenderá como un mensaje que sería exactamente el mismo si lo estuviera produciendo él. Segundo, lo entenderá como dirigido a él. Ya hemos explicado cómo se conseguiría esa aparentemente imposible conciliación. La vertiente interna que el receptor detecta en las pautas articulatorio-fonéticas que a él se le dirigen, esa vertiente interna, repito, no puede ya operar en el nivel de las expectaciones cinestésicas, sino en el de la simulación motora. En la mente del receptor, esa simulación motora se colgará de un centro radicalmente ajeno. Así es como el receptor entenderá que el mensaje imperativo que él está escuchando es idéntico a la orden que él podría producir, pero a la vez entenderá que ahora le están ordenando a él.
6.3. La comprensión de los deícticos que son 'no repetibles en eco': ¿Qué hay ahí del egocentrismo de la deixis?
Hay dentro de nuestro lenguaje un pequeño conjunto de términos en el que podemos analizar el asunto que a escala más general nos viene ocupando en el presente capítulo. Esos términos son deícticos. En realidad constituyen sólo una pequeñísima parte de la categoría de los deícticos. Sin embargo, para llegar a centrar la atención en ellos, convendrá que empecemos por hablar de los deícticos en general. ¿En qué consiste la deixis?
6.3.1. La deixis
El número de términos disponibles en el código de una lengua ha de ser siempre limitado. Las limitaciones de nuestra memoria así lo exigen. Pero los seres humanos podemos querer comunicar acerca de cualquier objeto particular. Así, los objetos particulares que nuestra atención y nuestra comunicación lingüística pueden enfocar son muchísimo más numerosos que los términos lingüísticos disponibles en cualquier código. Tenemos el término 'silla', que es adecuado para cualquier silla, pero no podemos tener un término para cada silla particular. La deixis es el truco que el lenguaje inventó para hacer frente a este problema. Deíctico es cualquier elemento lingüístico cuyo aterrizaje referencial en cada caso dependerá de quién, donde y cuándo haya usado el término en ese caso.
La categoría de la deixis engloba muchas diferentes clases de elementos lingüísticos. Así, los morfemas verbales de pasado, presente o futuro se alinean con el adverbio 'cerca', o con los contrastes 'ir' / 'venir', 'importación' / 'exportación' y muchos más, o también con el vocativo de los términos de parentesco. En realidad, la deixis es casi omnipresente.
Nótese cuán difícil es evitar la deixis en un mensaje lingüístico. Se logrará evitar si se pasa uno a los mensajes metalingüísticos o enciclopédicos –«Los caballos son mamíferos», «2 más 2 = 4». Otro diferente (opuesto en realidad) modo de prescindir de la deixis será el de dejar implícito el nivel de la referencia concreta: «¡Qué calor!», p. e., deja que el contexto de emisión haga todo el trabajo, y así no hay que puntualizar que el calor es ahora y aquí. Pero para cualquier mensaje que proponga un aterrizaje referencial concreto, sería imposible huir de la deixis. Así, «Julio César pasó el Rubicón el año 43 a. C, o el año 710 después de la fundación de Roma», a pesar de utilizar nombres propios para designar a sujeto, lugar y tiempo (la fecha sería un sistema productivo de designaciones centrado en un nombre propio), no logra evadirse por completo de la deixis. El morfema temporal del verbo 'pasó' indica claramente que el acto de habla es posterior al año mencionado. El día anterior al paso del Rubicón se habría dicho el verbo en futuro, y en ese mismo momento se habría escogido 'está pasando'. Como se ve, los dos extremos –el metalingüístico y el implícito– que pueden prescindir de la deixis forman una parte pequeñísima del total de los mensajes lingüísticos. La deixis es, pues, prácticamente consustancial con el lenguaje.
6.3.2. El egocentrismo de la deixis y los deícticos 'no repetibles en eco'.
Cuando un emisor dice 'hoy' o 'ayer', el receptor puede repetirlo a continuación sin que el aterrizaje concreto del término cambie. El día en que se está hablando es común a hablante y oyente. Pero no todos los deícticos pueden ser repetidos en eco impunemente. Hay deícticos que adquirirían un sentido completamente distinto si el oyente, tras oírlos los repite. Se trata, claro está, de los deícticos vinculados al yo y vinculados al tú. No sólo mío y tuyo, sino también, según los contextos, este y ese, o aquí y ahí, o delante y detrás. Estos deícticos 'no repetibles en eco', digámoslo así, son los que nos van a interesar.
El significado de cualquier deíctico depende de quién esté hablando, y dónde y cuándo. El punto cero de las coordenadas espaciales y temporales que determinarán el aterrizaje referencial de un deíctico es siempre el hablante en tanto que hablante. El egocentrismo, el centramiento en el ego hablante, de los deícticos es indiscutible. Pero hasta ahora no se ha contemplado sino al productor. ¿Qué hay de la recepción de los deícticos? O, para ceñir la pregunta a lo que interesa, ¿qué hay de la recepción de los deícticos no repetibles en eco?
Es obvio que el receptor no puede aplicar su egocentrismo a la recepción del 'yo'. Como, sin embargo, todo término lingüístico es conscientemente reconocido como idéntico en producción y en recepción, ha de haber un recurso que permita conciliar la identidad del «yo» producido y escuchado con el muy diferente aterrizaje referencial de uno y otro. Un recurso es el que emplean las definiciones metalingüísticas. Para definir qué significa el término «yo» se dirá que designa al hablante de turno en cada caso. Como se ve, esa definición puede usarla tanto el hablante como el oyente, y nuestro problema ha desaparecido. La cuestión es si esa definición es usada realmente en los procesos mentales. Ciertamente, esa definición neutra y aséptica, en la que todo sentimiento egocéntrico está borrado, puede servir perfectamente para el caso del término 'yo'. Sin embargo, si pasamos a otros deícticos de la serie del yo, las apostillas neutras y desencarnadas de ese estilo funcionarán peor. Supongamos que un hablante dice: 'Eso está justo detrás de mí'. Los interlocutores no estarán alineados, sino más bien cara a cara, aunque no necesariamente enfrentados con una exactitud geométrica, sino más bien formando un cierto ángulo intermedio entre la alineación costado con costado y el enfrentamiento geométrico exacto. La definición metalingüística para el deíctico 'detrás' será 'detrás del hablante de turno'. Pero esa definición obliga a calcular qué es 'detrás de alguien'. La única manera de hacer ese cálculo es captar el eje corporal delante / detrás del cuerpo ajeno. Por supuesto, para la captación de ese eje se pueden pergeñar instrucciones explícitas. Pero si recordamos que esa captación es una destreza heredada de los monos superiores, las apostillas lingüísticas neutras empiezan a adquirir un aire cada vez más grotesco e inverosímil. Por último, recordemos que en deícticos como 'aquí al lado', o 'ahí', el acompañamiento con gestos o miradas es la norma. El proceso de comprensión de esos deícticos ha de estar muy cercano al proceso de comprensión del gesto de apuntar.
Ya podemos pasar a presentar nuestra sugerencia acerca de la comprensión de los deícticos no repetibles en eco. En esa comprensión no se prescindiría del egocentrismo. El egocentrismo es nuestro procedimiento biológico heredado para concebir cualquier distalidad. De ahí que cualquier otro procedimiento que intente sustituirlo será no sólo enojosamente complejo sino también, a la postre, ineficaz. Pero en el receptor, ese egocentrismo del significado 'yo' se cuelga en la interioridad ajena que hemos concebido dentro de nuestra mente. Con esto hemos ya llegado al segundo de los argumentos en pro de nuestra explicación de la paridad saussureana. Pero repitiendo lo dicho arriba, la sugerencia de que ese rasgo del signo lingüístico es posible sólo gracias a la captación de una interioridad radicalmente ajena habría de verse dentro del cuadro general en el que de momento tenemos ya incluidos los gestos de apuntar –con el dedo o con el cambio de dirección de la mirada– y las tareas radicalmente colaborativas.
Esta explicación de la paridad saussureana sería sólo el primero de los vínculos entre el lenguaje y aquella captación. Ese primer vínculo sería ciertamente todavía directo e inmediato. Sin embargo, con él habríamos llegado ya a aplicar más allá del nivel meramente sensoriomotor aquella capacidad de captación de la interioridad radicalmente ajena.
Notas
{1} Quiero aquí agradecer a la Facultad de Filosofía de la Universidad de Sevilla la licencia septenal que durante el presente curso 2005- 2006 estoy disfrutando.
{2} Es curioso, y casi paradójico, que la imitación, al fin y al cabo una conducta interpersonal y social, esté viniendo a ser, entre todos los campos estudiados por Piaget, la parcela que quizá mejor aguanta el paso del tiempo. Siempre se ha denunciado el descuido piagetiano de lo interpersonal y lo social, y realmente hay mucho de verdad en esa acusación. Pero, no obstante, el desarrollo de la capacidad imitativa que nos pintó Piaget está hoy recibiendo apoyos empíricos que su autor no pudo ni soñar.
Aún más curioso y paradójico resulta esto si recordamos que por los 70, o sea, en pleno auge del innatismo, salieron a la luz unos experimentos que parecían acabar definitivamente con el modelo piagetiano de la adquisición de la imitación. Meltzoff refería haber logrado que recién nacidos de pocas horas imitaran, en un altísimo porcentaje, una conducta tan alejada de los movimientos autoperceptibles como la de abrir la boca o sacar la lengua. Aunque en su día se consideró que estos experimentos descartaban el aprendizaje largo (8 meses) y esforzado que Piaget proponía del esquema corporal propio y ajeno, hoy tienden más bien a explicarse de modos que no implican realmente ni imitación ni captación de la correspondencia entre boca propia y boca ajena. En el momento actual, el modelo de Piaget del desarrollo de la imitación, lejos de estar a la defensiva, va ganando cada vez más apoyos.
{3} Csibra me respondió muy acertadamente al rechazar ese test (Ver en interdisciplines.org).
{4} Hace dos milenios y medio fue esto subrayado: Confróntese la paradoja de Menón. Ciertamente, en principio Platón la formuló para las preguntas o búsquedas cognitivas. Sin embargo, puede abarcar perfectamente toda la conducta animal. Recuérdese cómo Lorenz no se contentó con la pseudo-solución que, al estilo de la 'virtus dormitiva', el término 'instinto' venía ofreciendo: Sus 'pautas consumatorias innatas' son vacías y carentes de toda imagen del estímulo adecuado, pero sin embargo, en combinación con las pautas motoras innatas, logran enseñar si un estímulo es o no el adecuado.
{5} Esto, o sea, la naturaleza del vínculo entre la orden motora a la mano y la visión de la mano, es lo que se pregunta Zentall, 2003: las 'neuronas de espejo', ¿son «prewired neural pathways or have to be trained?»
{6} En la simulación humana, hay, ciertamente, que distinguir dos situaciones diferentes En las personas sanas, la simulación o imitación latente que ellas hacen de una acción ajena es sentida como muy diferente de las acciones propias que, como el habla interior, p. e., son ejecutadas sin despliegue muscular. (Aquí uno no puede menos de recordar las voces presuntamente ajenas que los esquizofrénicos oyen. ¿Por qué atribuyen a un agente ajeno un habla interiorizada que es propia de ellos mismos? Parece que los esquizofrénicos confundirían aquellas dos situaciones diferentes). ¿Cómo evita el cerebro la confusión en las personas sanas? Ante los movimientos ajenos, la simulación realizada por el observador sigue a los movimientos realmente percibidos. En la tarea interiorizada o, dicho de otro modo, realizada sin despliegue muscular –sea de nuevo ejemplo el habla interiorizada vigotskiana–, la simulación es lo primero y lo único. De entre esos dos tipos de simulación humana, mi sospecha es que la envuelta en las tareas interiorizadas aparecería mucho después. Recuérdese la tardía adquisición de cualquier tarea interiorizada –ya se trate de habla, o de conteo o lectura–. Estas tareas usufructuarían el mecanismo cerebral puesto a punto para la simulación interpersonal, aunque le darían un modo de empleo nuevo. Pero ahora, lo que importa es que toda simulación, no importa de qué tipo sea, requeriría la dualidad de informaciones acerca de una misma parte del cuerpo, requeriría, en definitiva, un segundo centro sensoriomotor dentro de la mente. De ahí que a mí me parezca bastante poco verosímil la atribución de ninguno de los dos tipos de simulación al cerebro de los macacos.
{7} Muy recientemente, se ha descubierto que en los humanos, áreas con neuronas de espejo están envueltas realmente también en la comprensión de las intenciones de otros –beber de una taza vs. coger la taza para limpiarla). «Atribuir una intención es inferir una meta, y esto es una operación que el sistema motor hace automáticamente» (Jacoboni et al. 2005). Este dato encaja con mi propuesta de que en los macacos la activación de las neuronas de espejo corresponde a la expectación de los resultados, y no a la simulación motora. Yo estoy, ya lo sabe el lector, totalmente de acuerdo con la afirmación transcrita –el sistema motor tiene que ver con las metas–, pero quiero subrayar que, si eso es así, entonces el cálculo de expectaciones queda incluido de pleno derecho en el sistema motor. En la conducta intervendría tanto la expectación de estados posturales, o expectación de bucle mínimo, como la de otros resultados que se extienden más allá hasta abarcar el contexto. Dicho con otras palabras, el bucle mínimo se inscribe en otros bucles más amplios. Así, las neuronas de espejo podrían conectar con alguna expectación de tipo contextual cercano. Este resultado obtenido en experimentos con humanos conectaría con un dato parecido acerca de los macacos. Muy poco después del descubrimiento de las neuronas de espejo, se advirtió que la activación de éstas ocurre también ante una mano que queda oculta justo antes de llegar al final de su trayectoria hacia un objeto agarrable. Aquí se ve cómo en los macacos la expectación de resultados posturales puede extenderse un poco más allá mediante la atención al contexto.
{8} También cabe traer aquí las reticencias de Csibra, 2005, frente a las propuestas de que la activación de las neuronas de espejo envolvería una correspondencia de tipo motor. Este autor pone de relieve que la activación de las neuronas de espejo no refleja las acciones observadas con la exactitud suficiente. Con esa intención, transcribe la siguiente descripción de Rizzolatti de la activación de unas neuronas de espejo de macacos: «la acción observada (que daba lugar a la activación) era la de colocar un objeto sobre la mesa, mientras que la acción ejecutada (que daba lugar a la misma activación) era la de coger un objeto». La conclusión de Csibra es que las neuronas de espejo servirían para predecir qué acción ajena seguirá a la observada. Yo no comparto totalmente esa formulación, pero reconozco el valor de las reticencias de Csibra. A mi entender, los hechos a los que Csibra presta atención hallan acomodo perfectamente en mi propuesta. Si aceptamos que la función desempeñada por las neuronas de espejo es la de decidir si la mano que se ha visto agarrando una rama es o no la propia mano, entonces está claro que es sólo el agarre mismo lo que interesa en cualquier acción manual que se esté viendo. Y por eso no puede extrañarnos que las neuronas de espejo asimilen la acción de coger un objeto y la de dejarlo sobre la mesa. En ambos casos, la mano habría agarrado el objeto.
{9} Zentall, 1996, afirma haber encontrado un caso de verdadera imitación motora en palomas. Yo pienso que las palomas estarían usando otras claves diferentes a la de haber establecido la analogía entre pico propio y pico ajeno. El picoteo de un congénere es siempre un espectáculo interesante gracias a su posible relación con comida. Al ver el picoteo del modelo, la paloma de Zentall et al. experimentaría una cierta expectación de comida. Y esta expectación determinaría la elección del pico para realizar la tarea. Nada de esto sucedería, en cambio, cuando el modelo realizara la tarea con su pata.
{10} En general, se puede decir que en los últimos diez años o menos ha habido una reacción antimentalista. Seguramente ello ha sido una reacción pendular después de ciertos abusos del mentalismo en sectores como la etología cognitiva.
{11} Gómez, 1998, subraya esa condición externa y no mental del contenido de tales atribuciones.
{12} Mi opinión personal es que la captación de la falsa creencia ajena dependería de un prelenguaje de tipo holofrástico o no sintáctico. Pero dejemos ahora esto.
{13} Ciertamente, sabemos que cualquier capacidad a la que la evolución haya llegado, raramente (aunque haya casos) se pierde después en la evolución. Sin embargo, en ello no puede estribar la dificultad, pues aquella transferencia, lejos de implicar pérdida alguna, sólo significa que los dos diferentes recursos –el viejo, o sea, el alineable con los actos reflejos, y el reciente, o humano– son ambos aplicables al campo propio del viejo recurso.
{14} Ese eje es el del esquema corporal, y por eso, podría muy bien coincidir con el eje gravitatorio arriba / abajo cuando uno está acostado mientras se mira en el espejo. «En nuestra ecología, el eje que se percibe como invertido en el espejo resulta ser el horizontal». Navon, David (2002)
{15} En páginas distintas a éstas, sugeriré que quizá la evocación, o imagen mental de objetos ausentes, surgiera en este punto. Más que una propuesta, se tratará de una pregunta: ¿Será acaso la capacidad de concebir una percepción radicalmente ajena el origen primario de la capacidad de evocar objetos que fueron percibidos por uno mismo en el pasado? Pero ahora no es ése nuestro asunto.
{16} Lo que exactamente dice Vigotski es que la madre interpretaría inadecuadamente como un gesto de petición el esfuerzo del niño para asir el objeto: esto es lo que se viene llamando «the mother's deception» o 'the illusion of intentionality' –Gibbs & Van Orden, 2001, 372–. Esta mediación interpersonal sería, continúa Vigotski, un ejemplo del Principio General que él ha formulado –«los procesos psíquicos superiores se originarían interpersonalmente y sólo después llegarían a intrapersonalizarse»–.
{17} ¿Tendrá esa dualidad algo que ver con una reorganización del reparto de trabajo entre los dos hemisferios cerebrales? ¿Acaso hubo en la embriogénesis cerebral un cambio que supuso una mayor independencia entre uno y otro hemisferio? Uno piensa en la aparición del remache unificador que (posiblemente) supone la barbilla prenatal, y en la bipartición de los márgenes supraorbitales, rasgos ambos que Schwartz & Tattersall, 1996, han colocado como distintivos del llamado Sapiens Sapiens moderno, o surgido hacia el 70000, frente al Sapiens Sapiens de hace 200.000 años (cuya denominación tradicional de 'moderno sólo biológicamente' aparece, tras Schwartz & Tattersall, un poco inadecuada).
{18} De este autor leí yo hace tiempo un artículo que me gustó –aprovecho para decirlo. En aquel primer artículo acuñaba el concepto de polilitos, como unión de piezas cuya cohesión no obedece sólo a la gravedad. La construcción de un polilitos supone, decía Reynolds, haber llegado a considerar una pieza independiente como una parte incompleta del todo que se construirá. Esta idea es, entre las glosas cognitivas de técnicas prehistóricas, una que resulta, a mi entender, particularmente sensata (De ahí que algo casi idéntico aparezca en Whiten, 2005). La comparación la estoy haciendo con Leroi-Gourham, una lectura de mi lejana juventud, así como con la propuesta de sabor piagetiano, e innegablemente atractiva, de Greenfield, 1991, y con el mucho más reciente énfasis en el uso del hueso para fabricación de utensilios.
{19} Para conectar esto con una idea expuesta en el apartado 'El tercer modo de procesamiento del ojo ajeno', nótese que las tareas a cuatro manos requerirán típicamente que la colocación de los dos sujetos se aproxime a un frente a frente, y que haya, por tanto, inversión del eje derecha / izquierda entre cuerpo propio y cuerpo ajeno.
{20} Nielsen et al. 2005, ofrecen la primera evidencia de que un chimpancé es capaz de detectar que él está siendo imitado. Esa capacidad era totalmente esperable, habida cuenta del bien establecido hecho de que los chimpancés se reconocen en el espejo. Sin embargo, según mi sugerencia, esa detección del chimpancé sería diferente de la lúdica y placentera que se da en los niños. Los niños llegarían a captar una interioridad ajena que se dirige a ellos, y tendrían, pues, que dejar atrás el recurso de la expectación y pasar al de la simulación. Es esa obligada instauración de la simulación y de un segundo centro en su mente lo que explicaría el carácter placentero de esos ejercicios infantiles. Nada de eso, en cambio, se daría en los chimpancés.
{21} Las presentes páginas vienen casi a coincidir con el primer capítulo de un libro (de un libro que está ya escrito casi por completo). Sólo el apartado que aún voy a añadir forma parte del segundo capítulo –es justo el apartado inicial de éste. He decidido incluir aquí ese apartado porque, aunque tiene ya que ver con el lenguaje, enfoca todavía una forma originaria e inmodificada de la captación de la interioridad radicalmente ajena.
{22} Eso puede verse respaldado por la dirección, a mi entender, sumamente atractiva, a la que apuntan algunos estudiosos de acoustic primatology –«Particular acoustic properties of vocalizations can be used to induce nervous-system responses in receivers», Owren & Rendall, 2001–. El que tales respuestas del sistema nervioso no se den en el productor cuando éste oye sus propias vocalizaciones no parece un problema excesivo, habida cuenta de que la ciencia hoy conoce bien un mecanismo cerebral filogenéticamente antiquísimo que 'atenúa' o tacha algunas consecuencias perceptivas de los propios movimientos (un mecanismo, en concreto, que distingue así entre los dos tipos de movimientos de la imagen retiniana).
{23} Esto claramente suena a las descripciones de los conexionistas. Seguramente en los estudios de Marler tendríamos la mejor comprobación de que algún proceso cerebral real encaja con esas descripciones.
{24} En cambio, el reconocimiento de la cinestesia envuelta en otros tipos de sonidos producidos por una boca ajena podría muy bien prescindir de la simulación y ser más 'directo', como dice Fowler, o –en una formulación que yo quizá prefiera–, envolver un mecanismo que, como el de las neuronas de espejo de los monos, estaría basado en último término en el viejo recurso de la expectación
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* Perdí la dirección del blog de donde copié la foto. La buscaré y la pondré.
El artículo original pueden encontrarlo en la Revista de Filosofía Materialista dirigida por el filósofo español , Gustavo Bueno, de la Universidad de Oviedo, Asturias, España, y a la que ya hicimos referencia en la anterior entrada. Ver http://www.nodulo.org/ec/2005/n045p17.htm
P.D.:
Sin duda que la vida y el humor es lo que nos hace darnos cuenta que nunca debiéramos reducir sólo a objeto de estudio a ningún ser vivo. Aquí tiene a un verdadero humorista. (Seguro que le puede cambiar el suyo ) . ¿No?... vea,vea. http://www.youtube.com/watch?v=RR0Ny90EONc